Dikt Trilogía
DE LA CIUDAD
¿Quién ve a la entrada de la ciudad
la sangre vertida por antiguos guerreros?
¿Quién oye el golpe de las armas
y el chapoteo nocturno de las bestias?
¿Quién guía la columna de humo y dolor
que dejan las batallas al caer la tarde?
Ni el más miserable, ni el más vicioso
ni el más débil y olvidado de los habitantes
recuerda algo de esta historia.
Hoy, cuando al amanecer crece en los parques
el olor de los pinos recién cortados,
ese aroma resinoso y brillante
como el recuerdo vago de una hembra magnífica
o como el dolor de una bestia indefensa,
hoy, la ciudad se entrega de lleno
a su niebla sucia y a sus ruidos cotidianos.
Y sin embargo el mito está presente,
subsiste en los rincones donde los mendigos
inventan una temblorosa cadena de placer,
en los altares que muerde la polilla
y cubre el polvo con manso y terso olvido,
en las puertas que se abren de repente
para mostrar al sol un opulento torso
de mujer que despierta entre naranjos
-blanda fruta muerta, aire vano de alcoba-.
En la paz del mediodía, en las horas del alba,
en los trenes soñolientos cargados de animales
que lloran la ausencia de sus crías,
allí está el mito perdido, irrescatable, estéril.
DEL CAMPO
Al paso de los ladrones nocturnos
oponen la invasión de grandes olas de temperatura.
Al golpe de las barcas en el muelle
la pavura de un lejano sonido de corneta.
A la tibia luz del mediodía que levanta vaho en los patios
el grito sonoro de las aves que se debaten en sus jaulas.
A la sombra acogedora de los cafetales
el murmullo de los anzuelos en el fondo del río turbulento.
Nada cambia esa serena batalla de los elementos mientras el
tiempo
devora la carne de los hombres y los acerca miserablemente a la
muerte como bestias ebrias.
Si el río crece y arranca los árboles
y los hace viajar majestuosamente por su lomo,
si en el trapiche el fogonero copula con su mujer mientras la
miel
borbotea como un oro vegetal y magnífico,
si con un gran alarido pueden los mineros
parar la carrera del viento,
si estas y tantas otras cosas suceden por encima de las
palabras,
por encima de la pobre piel que cubre el poema,
si toda una vida puede sostenerse con tan vagos elementos,
¿qué afán nos empuja a decirlo, a gritarlo vanamente?
¿en dónde está el secreto de esta lucha estéril que nos agota y
lleva mansamente a la tumba?
DE LAS MONTAÑAS
Una serpiente de luz se despereza y salta y remonta las cascadas con su verde brillo de mediodía pleno y transparente.
Un inmenso caballo se encabrita en el cielo y tapa de pronto el sol. La sombra recorre vertiginosamente la tierra y opaca las carreteras por donde transitan camiones cargados de café y especias y lanas y animales.
Torna la luz con renovadas energías y el reptil comienza su ascensión por aguas privilegiadas. La voz de los hombres, sus mezquinos deseos, las más oscuras habitaciones, participan generosamente de la opulenta claridad.
La sombra no tiene ya más refugio que las solitarias graderías de los estadios o las vastas salas de los hospitales de caridad o el torpe gesto de los inválidos.
Un pájaro que viene de lo más alto del cielo es el primer mensajero de la desesperanza. Un ojo gigantesco se abre para vigilar el paso de los hombres y ya la luz no es sino un manto obediente que esconde la miseria de las cosas.
En los patios se encienden hogueras con hojas secas y grises desperdicios.
El humo reparte en la tierra un olor a hombre vencido y taciturno que seca con su muerte la gracia luminosa de las aguas que vienen de lo más oscuro de las montañas.