Poesía española

Poemas en español


Dikt Abuso de confianza

No me has visto. Siglo. Siglo. Oh, prestigitador.
Al lado de la carpa inmensa venden
barquillos. ¡Y algodones de azúcar!
Y dicen: «Ya estamos hartos de tus opiniones.»
No me has visto. No has venido a preguntar por mí,
el de los dedos cortados. Yo era dos muchachos
corriendo. Los remos junto al agua blanca,
el jadeo, sudorosos, y el no hallar lo suficiente aquello
de las estatuas sepultadas. Qué querías-
era correr sobre las manos negras, los pies rotos
hasta el filo del agua, hasta el filo del agua.

Oh, reino frío. No sean joyas los hierbajos podridos
que refracto. No sean dadas aún mis confecciones.
Por ellas, solo sobre ellas, tú has condecorado
a aquel demás. Y yo preferí ser el humano campante
que huye. El trapecio y las gradas, y las victorias,
y tus actas policiales: ¡Vaya plácemes! Es evidente:
Yo he podido morir, no deshacer el exceso de la razón
y el uso. No al tropezar con la piedra al muslo, el mito,
las caras de los gladiadores. Dicen: «Eso sería suficiente».
O aquello de que a uno le baste un transitor
y una ventana, un transitor y una ventana.

Éramos las espaldas cuando empezamos eso. ¡Basta!
¡Basta! La música y el camino resecos – el fardo
al que le dicen no a los parabienes y a la clemencia
al listo-, pero tú no ves cómo levanta el arco. Lejos
de los comederos donde hay líderes juntando las cabezas
para el final del espectáculo. El plexo solar
sobra; no tu yesquero, mi cigarrillo, las sonrisas.
Diles, Príncipe: Huraños, lenguaraces bastardos. Y a mí:
Mentira que de un solo mal no escapas. Los otros
en el calor se aburren, por ejemplo. Salen de camiseta,
balanceando los brazos. Salen. Balanceando los brazos.

Mian hacia l alto. Un edificio. Y otro. Y otro.
-Eh, tú. A nosotros nos gustan los relojes automáticos.
En realidad (¡Simón! ¡Simón!) no me aprendí las reglas-
solo alcancé la paz que se otorga a los huesos
del conejo, el borboteo del oso
que alguien insiste en ahogar en la bañera-. Podrían cesar
el brillo ahora, y los ademanes con excesivo vetiver de las
doncellas.

Y así como separan los codos los camareros y van, y van y
vienen
en esa retahíla, nosotros nos percatamos: Escupimos
sobre su litografía. No fue el padre de aquellos quien ordenó
desfallecer. Así no. Nadie más vuelva a fila. Nadie más.

Yo me allego al horror del que estoy hecho.
(¿Van los pobres ramajes que me golpearon
loco en la carrera a prescindir de mí?)
Veo tu pulmón rosado. Veo el hielo y la gangrena
de tus vísceras. Sé de los aptos para lustrar
las mascarillas de oro. Sé del trasiego que m expulsan;
«Él ve, él ve la repetición incesante de muertes no
marciales.»
-¡Hey! ¡Il sole non si muove!-Ja. Bailando. Sudan com
chicos.
Hacen las alharcas de los picaneados por ti.
Mienten: «¡Oh!, ¿qué es esto? ¿Un hombre tapado?»
Giran: «¿Ves algún dios detrás de mí?» ¿Ves algun dios?

Chillan. Arriscando los labios. Il solo non se muove.
Salta. Y dice: «Maldita cosa que me importa»
Enola Gay tenía un pubis tan tierno (el Organon)
como Albertine en Spon River. Y: «Ya hemos
explicado por qué ello es así». ¿Habrían
de importar los excesivos tics nerviosos, Franz?
Vivimos adornando con potes de cerveza la Antología
de Kuei Mei. Tal vez eso nos reconforta. Al haragán
empleado de banco, al traidor. Le pendu, el fusilado-
de Beulah comentábamos con ganas de astillar
las vitrinas-: Qué pocas las pepitas. Gritan: «¡Fuego!
¡Fuego!

Y ya. No hay casa para nosotros. Ni siquiera la otra
a un paso de los farallones, la de los platos azules
del borracho. Solo el defiladero es para mí. Y las piedras
que prefiguran el agua. ¿No lloré a caso por todas
esas sonrisas que me cercaron?: «Sin embargo
eres tú quien pone el nombre». ¿Yo? ¿O Juan Inaudi?
¿Un edificio? ¿Y otro? ¿Y otro? No. Se sigue siendo
el orangutan imbécil que fascina.
¿Acaso somos aquellos camareros para llevar-
ay los gladiolos. Ay, el pelo de las muchachas
púberes-y traer las vísceras así? ¿Así no más? ¿Así?

«Dos muchachos corriendo». Es evidente. Y alguien
los ve pasar, sudoroso. Ahora bien: Nosotros somos
el tercero. Incluso digo que alguien ns espera; ni a Dios,
ni a la naturaleza: Excelentes paraguas rotos-
en medio del trasiego de insecticidas-.
¿No lo querían? Mee he detenido a sopesar
las uopías histéricas, dividendos y usuras.
(Es la puerta cancel. Veo al cruzado.)
Las caras sobre los pergaminos. (No eran) Y ya.
(Los dedos que entran). Dicen: «El barro tan filoso
hiere». Y en verdad hiere. El barro tan filoso hiere.

Estas palabras no son para ti. Yo no juego
en la arena. No estoy en un aeropuerto internacional
pateando una caja vacía de Original Russian Vodka,
ni me rajé la cara con una botella rota. Yo no cargo
a mi hermano. Ni a ningún otro muerto. Yo no me cargo
a mi. Las olas muerden. No hay ni un puñadito de candor.
Tu ojo me ve bailando sobre el filo de las imprecaciones.
La arena es la que es verde, el mar arena. Duermen
tres; cuatro te hablan; dos mil se hacen añicos. Solo uno,
entre el cristal del trópico y la esperma del lunes,
vocifera-
y eso que está de vacacines, que está de vacaciones.

No soy yo. No eres tú. No son cuatro ni tres.
Ni dos mil. Ni los posibles datos del Obispo,
nuestra computadora. También tú buscas enemigos,
y hay quien te usurpa el nombre. (Alguien lo cumplirá-
se está cumpliendo, se cumplió). Realmente no te molesta
la frivolidad metafísica de Scheler, Nadie, ¡Atón! ¡Atón!-
OH, aquellos tres viejitos del basural cantando, ay,
danza extraña; mira sus marcapasos. Míralos. No al héros
Saturday Eveneing Post. Tambien se gasta mi cigarrillo-
y miente. Al final uno vuelve a cavar otro túnel – uno,
viejo topo corrupto, Franz, al arca, al arca, Franz.
(Para Efraín Rodríguez)



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Dikt Abuso de confianza - Angel Escobar