Dikt Poema xv de cuerpo sin mí
Wardle
Remite el esplendor que ha estallado
como un bulbo doliente.
La luz tropieza
en los nudos del aire
y, en su caída,
produce
sonidos húmedos, lechosidades
secas, que se deslíen en la niebla.
El aire se divide en micas
que buscan
lo que subyace al aire, lo que late en su fondo,
la omnímoda
delicadeza con que el sol le impone
sus labios
interminables. Y una alondra,
atravesándolo, sutura
sus estrías y engrasa sus articulaciones
y ensarta
su gélido
ardor,
como si la impulsara un mecanismo
sin causa o una invisible
tormenta.
(No sabe el pájaro
que lo miro; no sabe que soy su realidad:
sus alas baten porque las percibo).
La aguja de una iglesia lleva
hasta las nubes un silencio
jaspeado de tactos, y su júbilo recto
abre una duda en los helechos
que duermen y en el crepitante azul,
cuya masa es un techo
sin muros, una piel total.
Un cazabombardero desordena la hierba
que arropa los repechos conquistados
por la luna y el guano. El avión rompe el aire,
el vidrio de las cosas
anochecientes,
y los insectos
pululan con caótico fervor.
La lentitud de los arroyos
me consuela: acarician sin tocar,
y su caricia me derriba;
el tiempo está desnudo,
gotea,
abre intervalos de no tiempo, hiatos
en su continuidad pétrea, entre las dunas
y las adelfas,
y yo
recorro su materia sin propósito,
como recorro estas estribaciones
de turba en las que mueren los corderos.
Las horas, empujadas
por los alisios, se detienen
en los salientes
de las pupilas y las chimeneas,
y desde ellas regresan
al ser, planean hacia la conducta,
como una mano elástica
que instara al cuerpo a la pústula
y la consumación.
No se oyen
los coches que circulan a lo lejos,
ni el corazón, contiguo a mí,
arado en mí,
que bombea silencio.
Un temblor cárdeno sacude
el cielo amargo del atardecer.
Todo brilla, encendido de avispas. Y los ojos,
dulcemente sangrando, exploran
las inclemencias
de lo visible
como si una bisagra
sutil
los unïese
a lo inexistente.