Dikt La cautiva
PARTE PRIMERA
El Desierto
Era la tarde, y la hora
en que el sol la cresta dora
de los Andes. El Desierto
inconmensurable, abierto,
y misterioso a sus pies
se extiende; triste el semblante,
solitario y taciturno
como el mar, cuando un instante
al crepúsculo nocturno,
pone rienda a su altivez.
Gira en vano, reconcentra
su inmensidad, y no encuentra
la vista, en su vivo anhelo,
do fijar su fugaz vuelo,
como el pájaro en el mar.
Doquier campos y heredades
del ave y bruto guaridas,
doquier cielo y soledades
de Dios sólo conocidas,
que Él sólo puede sondar.
A veces, la tribu errante,
sobre el potro rozagante,
cuyas crines altaneras
flotan al viento ligeras,
lo cruza cual torbellino,
y pasa; o su toldería
sobre la grama frondosa
asienta, esperando el día
duerme, tranquila reposa,
sigue veloz su camino.
¡Cuántas, cuántas maravillas,
sublimes y a par sencillas,
sembró la fecunda mano
de Dios allí! ¡Cuánto arcano
que no es dado al vulgo ver!
La humilde yerba, el insecto,
la aura aromática y pura,
el silencio, el triste aspecto
de la grandiosa llanura,
el pálido anochecer.
Las armonías del viento
dicen más al pensamiento
que todo cuanto a porfía
la vana filosofía
pretende altiva enseñar.
¿Qué pincel podrá pintarlas
sin deslucir su belleza?
¿Qué lengua humana alabarlas?
Sólo el genio su grandeza
puede sentir y admirar.
Ya el sol su nítida frente
reclinaba en occidente,
derramando por la esfera
de su rubia cabellera
el desmayado fulgor.
Sereno y diáfano el cielo,
sobre la gala verdosa
de la llanura, azul velo
esparcía, misteriosa
sombra dando a su color.
El aura, moviendo apenas
sus alas de aroma llenas,
entre la yerba bullía
del campo que parecía
como un piélago ondear.
Y la tierra, contemplando
del astro rey la partida,
callaba, manifestando,
como en una despedida,
en su semblante pesar.
Sólo a ratos, altanero
relinchaba un bruto fiero
aquí o allá, en la campaña;
bramaba un toro de saña,
rugía un tigre feroz;
o las nubes contemplando,
como extático y gozoso,
el yajá, de cuando en cuando,
turbaba el mudo reposo
con su fatídica voz.
Se puso el sol; parecía
que el vasto horizonte ardía:
la silenciosa llanura
fue quedando más obscura,
más pardo el cielo, y en él,
con luz trémula brillaba
una que otra estrella, y luego
a los ojos se ocultaba,
como vacilante fuego
en soberbio chapitel.
El crepúsculo, entretanto,
con su claroscuro manto,
veló la tierra; una faja,
negra como una mortaja,
el occidente cubrió;
mientras la noche bajando
lenta venía, la calma,
que contempla suspirando
inquieta a veces el alma,
con el silencio reinó.
Entonces, como el rüido
que suele hacer el tronido
cuando retumba lejano,
se oyó en el tranquilo llano
sordo y confuso clamor;
se perdió… y luego violento,
como baladro espantoso
de turba inmensa, en el viento
se dilató sonoroso,
dando a los brutos pavor.
Bajo la planta sonante
del ágil potro arrogante
el duro suelo temblaba,
y envuelto en polvo cruzaba
como animado tropel,
velozmente cabalgando;
ve íanse lanzas agudas,
cabezas, crines ondeando,
y como formas desnudas
de aspecto extraño y crüel.
¿Quién es? ¿Qué insensata turba
con su alarido perturba
las calladas soledades
de Dios, do las tempestades
sólo se oyen resonar?
¿Qué humana planta orgullosa
se atreve a hollar el desierto
cuando todo en él reposa?
¿Quién viene seguro puerto
en sus yermos a buscar?
¡Oíd! Ya se acerca el bando
de salvajes, atronando
todo el campo convecino;
¡mirad! como torbellino
hiende el espacio veloz.
El fiero ímpetu no enfrena
del bruto que arroja espuma;
vaga al viento su melena,
y con ligereza suma
pasa en ademán atroz.
¿Dónde va? ¿De dónde viene?
¿De qué su gozo proviene?
¿Por qué grita, corre, vuela,
clavando al bruto la espuela,
sin mirar alrededor?
¡Ved que las puntas ufanas
de sus lanzas, por despojos,
llevan cabezas humanas,
cuyos inflamados ojos
respiran aún furor!
Así el bárbaro hace ultraje
al indomable coraje
que abatió su alevosía;
y su rencor todavía
mira, con torpe placer,
las cabezas que cortaron
sus inhumanos cuchillos,
exclamando: – Ya pagaron
del cristiano los caudillos
el feudo a nuestro poder.
Ya los ranchos do vivieron
presa de las llamas fueron,
y muerde el polvo abatida
su pujanza tan erguida.
¿Dónde sus bravos están?
Vengan hoy del vituperio,
sus mujeres, sus infantes,
que gimen en cautiverio,
a libertar, y como antes,
nuestras lanzas probarán.
Tal decía, y bajo el callo
del indómito caballo,
crujiendo el suelo temblaba;
hueco y sordo retumbaba
su grito en la soledad.
Mientras la noche, cubierto
el rostro en manto nubloso,
echó en el vasto desierto,
su silencio pavoroso,
su sombría majestad.
PARTE SEGUNDA
…orríbile favelle,
parole di dolore, accenti d´ira,
voci alte e fioche, e suon di man con elle
facévano un tumulto…
(Dante)
El festín
Noche es el vasto horizonte,
noche el aire, cielo y tierra.
Parece haber apiñado
el genio de las tinieblas,
para algún misterio inmundo,
sobre la llanura inmensa,
la lobreguez del abismo
donde inalterable reina.
Sólo inquietos divagando,
por entre las sombras negras,
los espíritus foletos
con viva luz reverberan,
se disipan, reaparecen,
vienen, van, brillan, se alejan,
mientras el insecto chilla,
y en fachinales o cuevas
los nocturnos animales
con triste aullido se quejan.
La tribu aleve, entretanto,
allá en la pampa desierta,
donde el cristiano atrevido
jamás estampa la huella,
ha reprimido del bruto
la estrepitosa carrera;
y campo tiene fecundo
al pie de una loma extensa,
lugar hermoso, do a veces
sus tolderías asienta.
Feliz la maloca ha sido;
rica y de estima la presa
que arrebató a los cristianos:
caballos, potros y yeguas,
bienes que en su vida errante
ella más que el oro precia;
muchedumbre de cautivas,
todas jóvenes y bellas.
Sus caballos, en manadas,
pacen la fragante yerba;
y al lazo, algunos prendidos,
a la pica, o la manea,
de sus indolentes amos
el grito de alarma esperan.
Y no lejos de la turba,
que charla ufana y hambrienta,
atado entre cuatro lanzas,
como víctima en reserva,
noble espíritu valiente
mira vacilar su estrella;
al paso que su infortunio,
sin esperanza, lamentan,
rememorando su hogar,
los infantes y las hembras.
Arden ya en medio del campo
cuatro extendidas hogueras,
cuyas vivas llamaradas
irradiando, colorean
el tenebroso recinto
donde la chusma hormiguea.
En torno al fuego sentados
unos lo atizan y ceban;
otros la jugosa carne
al rescoldo o llama tuestan.
Aquél come, éste destriza,
más allá alguno degüella
con afilado cuchillo
la yegua al lazo sujeta,
y a la boca de la herida,
por donde ronca y resuella,
y a borbollones arroja
la caliente sangre fuera,
en pie, trémula y convulsa,
dos o tres indios se pegan
como sedientos vampiros,
sorben, chupan, saborean
la sangre, haciendo mormullo,
y de sangre se rellenan.
Baja el pescuezo, vacila,
y se desploma la yegua
con aplausos de las indias
que a descuartizarla empiezan.
Arden en medio del campo,
con viva luz las hogueras;
sopla el viento de la pampa
y el humo y las chispas vuelan.
A la charla interrumpida,
cuando el hambre está repleta,
sigue el cordial regocijo,
el beberaje y la gresca,
que apetecen los varones,
y las mujeres detestan.
El licor espirituoso
en grandes bacías echan;
y, tendidos de barriga
en derredor, la cabeza
meten sedientos, y apuran
el apetecido néctar,
que bien pronto los convierte
en abominables fieras.
Cuando algún indio, medio ebrio,
tenaz metiendo la lengua
sigue en la preciosa fuente,
y beber también no deja
a los que aguijan furiosos,
otro viene, de las piernas
lo agarra, tira y arrastra,
y en lugar suyo se espeta.
Así bebe, ríe, canta,
y al regocijo sin rienda
se da la tribu; aquel ebrio
se levanta, bambolea,
a plomo cae, y gruñendo
como animal se revuelca.
Éste chilla, algunos lloran,
y otros a beber empiezan.
De la chusma toda al cabo
la embriaguez se enseñorea
y hace andar en remolino
sus delirantes cabezas;
entonces empieza el bullicio,
y la algazara tremenda,
el infernal alarido
y las voces lastimeras,
mientras sin alivio lloran
las cautivas miserables,
y los ternezuelos niños,
al ver llorar a sus madres.
Las hogueras, entretanto,
en la obscuridad flamean,
y a los pintados semblantes
y a las largas cabelleras
de aquellos indios beodos,
da su vislumbre siniestra
colorido tan extraño,
traza tan horrible y fea,
que parecen del abismo
précito, inmunda ralea,
entregada al torpe gozo
de la sabática fiesta.
Todos en silencio escuchan;
una voz entona recia
las heroicas alabanzas,
y los cantos de la guerra:
-Guerra, guerra, y exterminio
al tiránico dominio
del huinca; engañosa paz:
devore el fuego sus ranchos,
que en su vientre los caranchos
ceben el pico voraz.
Oyó gritos el caudillo,
y en su fogoso tordillo
salió Brian;
pocos eran y él delante
venía, al bruto arrogante
dio una lanzada Quillán.
Lo cargó al punto la indiada:
con la fulminante espada
se alzó Brian;
grandes sus ojos brillaron,
y las cabezas rodaron
de Quitur y Callupán.
Echando espuma y herido
como toro enfurecido
se encaró,
ceño torvo revolviendo,
y el acero sacudiendo:
nadie acometerlo osó.
Valichu estaba en su brazo;
pero al golpe de un bolazo
cayó Brian
como potro en la llanura:
cebo en su cuerpo y hartura
encontrará el gavilán.
Las armas cobarde entrega
el que vivir quiere esclavo;
pero el indio guapo, no:
Chañil murió como bravo,
batallando en la refriega,
de una lanzada murió.
Salió Brian airado
blandiendo la lanza,
con fiera pujanza
Chañil lo embistió;
del pecho clavado
en el hierro agudo,
con brazo forzudo,
Brian lo levantó.
Funeral sangriento
ya tuvo en el llano;
ni un solo cristiano
con vida escapó.
¡Fatal vencimiento!
Lloremos la muerte
del indio más fuerte
que la pampa crió.
Quiénes su pérdida lloran,
quiénes sus hazañas mentan.
Óyense voces confusas,
medio articuladas quejas,
baladros, cuyo son ronco
en la llanura resuena.
De repente todos callan,
y un sordo mormullo reina,
semejante al de la brisa
cuando rebulle en la selva;
pero, gritando, algún indio
en la boca se palmea,
y el disonante alarido
otra vez el campo atruena.
El indeleble recuerdo
de las pasadas ofensas
se aviva en su ánimo entonces,
y atizando su fiereza
al rencor adormecido
y a la venganza subleva.
En su mano los cuchillos,
a la luz de las hogueras,
llevando muerte relucen;
se ultrajan, riñen, vocean,
como animales feroces
se despedazan y bregan.
Y, asombradas, las cautivas
la carnicería horrenda
miran, y a Dios en silencio
humildes preces elevan.
Sus mujeres entretanto,
cuya vigilancia tierna
en las horas de peligro
siempre cautelosa vela,
acorren luego a calmar
el frenesí que los ciega,
ya con ruegos y palabras
de amor y eficacia llenas,
ya interponiendo su cuerpo
entre las armas sangrientas.
Ellos resisten y luchan,
las desoyen y atropellan,
lanzando injuriosos gritos;
y los cuchillos no sueltan
sino cuando, ya rendida
su natural fortaleza
a la embriaguez y al cansancio,
dobla el cuello y cae por tierra.
Al tumulto y la matanza
sigue el llorar de las hembras
por sus maridos y deudos,
las lastimosas endechas
a la abundancia pasada,
a la presente miseria,
a las víctimas queridas
de aquella noche funesta.
Pronto un profundo silencio
hace a los lamentos tregua,
interrumpido por ayes
de moribundos, o quejas,
risas, gruñir sofocado
de la embriagada torpeza;
al espantoso ronquido
de los que durmiendo sueñan,
los gemidos infantiles
del ñacurutú se mezclan;
chillidos, aúllos tristes
del lobo que anda a la presa.
De cadáveres, de troncos,
miembros, sangre y osamentas,
entremezclados con vivos,
cubierto aquel campo queda,
donde poco antes la tribu
llegó alegre y tan soberbia.
La noche en tanto camina
triste, encapotada y negra;
y la desmayada luz
de las festivas hogueras
sólo alumbra los estragos
de aquella bárbara fiesta.
PARTE TERCERA
Yo iba a morir, es verdad,
entre bárbaros crüeles,
y allí el pesar me mataba
de morir, mi bien, sin verte.
A darme la vida tú
saliste, hermosa, y valiente
(Calderón)
El puñal
Yace en el campo tendida,
cual si estuviera sin vida,
ebria, la salvaje turba,
y ningún ruido perturba
su sueño o sopor mortal.
Varones y hembras mezclados
Paran la oreja bufando
los caballos, que vagando
libres despuntan la grama;
y a la moribunda llama
de las hogueras se ve,
se ve sola y taciturna,
símil a sombra nocturna,
moverse una forma humana,
como quien lucha y se afana,
y oprime algo bajo el pie.
Se oye luego triste aúllo,
y horrisonante mormullo,
semejante al del novillo
cuando el filoso cuchillo
lo degüella sin piedad,
y por la herida resuella,
y aliento y vivir por ella,
sangre hirviendo a borbollones,
en horribles convulsiones,
lanza con velocidad.
Silencio; ya el paso leve
por entre la yerba mueve,
como quien busca y no atina,
y temeroso camina
de ser visto o tropezar,
una mujer: en la diestra
un puñal sangriento muestra,
sus largos cabellos flotan
desgreñados, y denotan
de su ánimo el batallar.
Ella va. Toda es oídos;
sobre salvajes dormidos
va pasando, escucha, mira,
se para, apenas respira,
y vuelve de nuevo a andar.
Ella marcha, y sus miradas
vagan en torno, azoradas,
cual si creyesen ilusas
en las tinieblas confusas
mil espectros divisar.
Ella va, y aun de su sombra,
como el criminal, se asombra;
alza, inclina la cabeza;
pero en un cráneo tropieza
y queda al punto mortal.
Un cuerpo gruñe y resuella,
y se revuelve; mas ella
cobra espíritu y coraje,
y en el pecho del salvaje
clava el agudo puñal.
El indio dormido expira,
y ella veloz se retira
de allí, y anda con más tino
arrastrando del destino
la rigorosa crueldad.
Un instinto poderoso,
un afecto generoso
la impele y guía segura,
como luz de estrella pura,
por aquella obscuridad.
Su corazón de alegría
palpita; lo que quería,
lo que buscaba con ansia
su amorosa vigilancia,
encontró gozosa al fin.
Allí, allí está su universo,
de su alma el espejo terso,
su amor, esperanza y vida;
allí contempla embebida
su terrestre serafín.
-Brian – dice-, mi Brian querido
busca durmiendo el olvido;
quizás ni soñando espera
que yo entre esta gente fiera
le venga a favorecer.
Lleno de heridas, cautivo,
no abate su ánimo altivo
la desgracia, y satisfecho
descansa, como en su lecho,
sin esperar, ni temer.
Sus verdugos, sin embargo,
para hacerle más amargo
de la muerte el pensamiento,
deleitarse en su tormento,
y más su rencor cebar
prolongando su agonía,
la vida suya, que es mía,
guardaron, cuando, triunfantes,
hasta los tiernos infantes
osaron despedazar,
arrancándolos del seno
de sus madres -¡día lleno
de execración y amargura,
en que murió mi ventura,
tu memoria me da horror!-.
Así dijo, y ya no siente,
ni llora, porque la fuente
del sentimiento fecunda,
que el femenil pecho inunda,
consumió el voraz dolor.
Y el amor y la venganza
en su corazón alianza
han hecho, y sólo una idea
tiene fija y saborea
su ardiente imaginación.
Absorta el alma, en delirio
lleno de gozo y martirio
queda, hasta que al fin estalla
como volcán, y se explaya
la lava del corazón.
Allí está su amante herido,
mirando al cielo, y ceñido
el cuerpo con duros lazos,
abiertos en cruz los brazos,
ligadas manos y pies.
Cautivo está, pero duerme;
inmoble, sin fuerza, inerme
yace su brazo invencible:
de la pampa el león terrible
presa de los buitres es.
Allí, de la tribu impía,
esperando con el día
horrible muerte, está el hombre
cuya fama, cuyo nombre
era, al bárbaro traidor,
más temible que el zumbido
del hierro o plomo encendido;
más aciago y espantoso
que el valichu rencoroso
a quien ataca su error.
Allí está; silenciosa ella,
como tímida doncella,
besa su entreabierta boca,
cual si dudara le toca
por ver si respira aún.
Entonces las ataduras,
que sus carnes roen duras,
corta, corta velozmente
con su puñal obediente,
teñido en sangre común.
Brian despierta; su alma fuerte,
conforme ya con su suerte,
no se conturba, ni azora;
poco a poco se incorpora,
mira sereno, y cree ver
un asesino: echan fuego
sus ojos de ira; mas luego
se siente libre, y se calma,
y dice: -¿Eres alguna alma
que pueda y deba querer?
¿Eres espíritu errante,
ángel bueno, o vacilante
parto de mi fantasía?
-Mi vulgar nombre es María,
ángel de tu guarda soy;
y mientras cobra pujanza,
ebria la feroz venganza
de los bárbaros, segura,
en aquesta noche obscura,
velando a tu lado estoy:
nada tema tu congoja.-
Y enajenada se arroja
de su querido en los brazos,
la da mil besos y abrazos,
repitiendo: – Brian, Brian.-
La alma heroica del guerrero
siente el gozo lisonjero
por sus miembros doloridos
correr, y que sus sentidos
libres de ilusión están.
Y en labios de su querida
apura aliento de vida,
y la estrecha cariñoso
y en éxtasis amoroso
ambos respiran así;
mas, súbito él la separa,
como si en su alma brotara
horrible idea, y la dice:
-María, soy infelice,
ya no eres digna de mí.
Del salvaje la torpeza
habrá ajado la pureza
de tu honor, y mancillado
tu cuerpo santificado
por mi cariño y tu amor;
ya no me es dado quererte.-
Ella le responde: – Advierte
que en este acero está escrito
mi pureza y mi delito,
mi ternura y mi valor.
Mira este puñal sangriento,
y saltará de contento
tu corazón orgulloso;
diómelo amor poderoso,
diómelo para matar
al salvaje que insolente
ultrajar mi honor intente;
para, a un tiempo, de mi padre,
de mi hijo tierno y mi madre,
la injusta muerte vengar.
Y tu vida, más preciosa
que la luz del sol hermosa,
sacar de las fieras manos
de estos tigres inhumanos,
o contigo perecer.
Loncoy, el cacique altivo
cuya saña al atractivo
se rindió de estos mis ojos,
y quiso entre sus despojos
de Brian la querida ver,
después de haber mutilado
a su hijo tierno; anegado
en su sangre yace impura;
sueño infernal su alma apura:
dióle muerte este puñal.
Levanta, mi Brian, levanta,
sigue, sigue mi ágil planta;
huyamos de esta guarida
donde la turba se anida
más inhumana y fatal.
-¿Pero adónde, adónde iremos?
¿Por fortuna encontraremos
en la pampa algún asilo,
donde nuestro amor tranquilo
logre burlar su furor?
¿Podremos, sin ser sentidos
escapar, y desvalidos
caminar a pie, ijadeando,
con el hambre y sed luchando,
el cansancio y el dolor?
-Sí; el anchuroso desierto
más de un abrigo encubierto
ofrece, y la densa niebla,
que el cielo y la tierra puebla,
nuestra fuga ocultará.
Brian, cuando aparezca el día,
palpitantes de alegría,
lejos de aquí ya estaremos,
y el alimento hallaremos
que el cielo al infeliz da.
-Tú podrás, querida amiga,
hacer rostro a la fatiga,
mas yo, llagado y herido,
débil, exangüe, abatido,
¿cómo podré resistir?
Huye tú, mujer sublime,
y del oprobio redime
tu vivir predestinado;
deja a Brian infortunado,
solo, en tormentos morir.
-No, no, tu vendrás conmigo,
o pereceré contigo.
De la amada patria nuestra
escudo fuerte es tu diestra,
¿y qué vale una mujer?
Huyamos, tú de la muerte,
yo de la oprobiosa suerte
de los esclavos; propicio
el cielo este beneficio
nos ha querido ofrecer;
no insensatos lo perdamos.
Huyamos, mi Brian, huyamos;
que en el áspero camino
mi brazo, y poder divino
te servirán de sostén.
-Tu valor me infunde fuerza,
y de la fortuna adversa,
amor, gloria o agonía
participar con María
yo quiero; huyamos, ven, ven.-
Dice Brian y se levanta;
el dolor traba su planta,
mas devora el sufrimiento;
y ambos caminan a tiento
por aquella obscuridad.
Tristes van, de cuando en cuando
la vista al cielo llevando,
que da esperanza al que gime,
¿qué busca su alma sublime?
la muerte o la libertad.
-Y en esta noche sombría
¿quién nos servirá de guía?
-Brian, ¿no ves allá una estrella
que entre dos nubes centella
cual benigno astro de amor?
Pues ésa es por Dios enviada,
como la nube encarnada
que vio Israel prodigiosa;
sigamos la senda hermosa
que nos muestra su fulgor,
ella del triste desierto
nos llevará a feliz puerto.-
Ellos van; solas, perdidas,
como dos almas queridas,
que amor en la tierra unió,
y en la misma forma de antes,
andan por la noche errantes,
con la memoria hechicera
del bien que en su primavera
la desdicha les robó.
Ellos van. Vasto, profundo
como el páramo del mundo
misterioso es el que pisan;
mil fantasmas se divisan,
mil formas vanas allí,
que la sangre joven hielan:
mas ellos vivir anhelan.
Brian desmaya caminando
y, al cielo otra vez mirando,
dice a su querida así:
-Mira: ¿no ves? la luz bella
de nuestra polar estrella
de nuevo se ha obscurecido,
y el cielo más denegrido
nos anuncia algo fatal.
-Cuando contrario el destino
nos cierre, Brian, el camino,
antes de volver a manos
de esos indios inhumanos.
PARTE CUARTA
Già la terra e coperta d´uccisi;
tutta è sangue la vasta pianura;…
(Manzoni.)
Ya de muertos la tierra está cubierta,
y la vasta llanura toda es sangre.
La alborada
Todo estaba silencioso.
La brisa de la mañana
recién la yerba lozana
acariciaba, y la flor;
y en el oriente nubloso,
la luz apenas rayando
iba el campo matizando
de claroscuro verdor.
Posaba el ave en su nido;
ni del pájaro se oía
la variada melodía,
música que al alba da;
y sólo, al ronco bufido
de algún potro que se azora,
mezclaba su voz sonora
el agorero yajá.
En el campo de la holganza,
so la techumbre del cielo,
libre, ajena de recelo,
dormía la tribu infiel;
mas la terrible venganza
de su constante enemigo
alerta estaba, y castigo
le preparaba crüel.
Súbito, al trote asomaron
sobre la extendida loma
dos jinetes, como asoma
el astuto cazador;
y al pie de ella divisaron
la chusma quieta y dormida,
y volviendo atrás la brida
fueron a dar el clamor
de alarma al campo cristiano.
Pronto en brutos altaneros
un escuadrón de lanceros
trotando allí se acercó,
con acero y lanza en mano;
y en hileras dividido
al indio, no apercibido,
en doble muro encerró.
Entonces, el grito Cristiano, cristiano
resuena en el llano,
Cristiano repite confuso clamor.
La turba que duerme despierta turbada,
clamando azorada,
Cristiano nos cerca, cristiano traidor.
Niños y mujeres, llenos de conflicto,
levantan el grito;
sus almas conturba la tribulación;
los unos pasmados, al peligro horrendo,
los otros huyendo,
corren, gritan, llevan miedo y confusión.
Quién salta al caballo que encontró primero,
quién toma el acero,
quién corre su potro querido a buscar;
mas ya la llanura cruzan desbandadas,
yeguas y manadas,
que el cauto enemigo las hizo espantar.
En trance tan duro los carga el cristiano,
blandiendo en su mano
la terrible lanza, que no da cuartel.
Los indios más bravos luchando resisten,
cual fieras embisten:
el brazo sacude la matanza cruel.
El sol aparece; las armas agudas
relucen desnudas,
horrible la muerte se muestra doquier.
En lomos del bruto, la fuerza y coraje,
crece del salvaje,
sin su apoyo, inerme, se deja vencer.
Pie en tierra poniendo la fácil victoria,
que no le da gloria,
prosigue el cristiano lleno de rencor.
Caen luego caciques, soberbios caudillos:
los fieros cuchillos
degüellan, degüellan, sin sentir horror.
Los ayes, los gritos, clamor del que llora,
gemir del que implora,
puesto de rodillas, en vano piedad,
todo se confunde: del plomo el silbido,
del hierro el crujido,
que ciego no acata ni sexo, ni edad.
Horrible, horrible matanza
hizo el cristiano aquel día;
ni hembra, ni varón, ni cría
de aquella tribu quedó.
La inexorable venganza
siguió el paso a la perfidia,
y en no cara y breve lidia
su cerviz al hierro dio.
Viose la yerba teñida
de sangre, hediondo y sembrado
de cadáveres el prado
donde resonó el festín.
Y del sueño de la vida
al de la muerte pasaron
los que poco antes se holgaron,
sin temer aciago fin.
Las cautivas derramaban
lágrimas de regocijo;
una al esposo, otra al hijo
debió allí la libertad;
pero ellos tristes estaban,
porque ni vivo ni muerto
halló a Brian en el desierto,
su valor y su lealtad.
PARTE QUINTA
…e lo spirito lasso
conforta, e ciba di speranza buona;
(Dante.)
…y el ánimo cansado,
de esperanza feliz nutre y conforta;
El pajonal
Así, huyendo a la ventura,
ambos a pie divagaron
por la lóbrega llanura,
y al salir la luz del día,
a corto trecho se hallaron
de un inmenso pajonal.
Brian debilitado, herido,
a la fatiga rendido
la planta apenas movía;
su angustia era sin igual.
Pero un ángel, su querida,
siempre a su lado velaba,
y el espíritu y la vida,
que su alma heroica anidaba,
la infundía, al parecer,
con miradas cariñosas,
voces del alma profundas,
que debieran ser eternas,
y aquellas palabras tiernas,
o armonías misteriosas
que sólo manan fecundas
del labio de la mujer.
Temerosos del salvaje,
acogiéronse al abrigo
de aquel pajonal amigo,
para de nuevo su viaje
por la noche continuar;
descansar allí un momento,
y refrigerio y sustento
a la flaqueza buscar.
Era el adusto verano.
Ardiente el sol como fragua,
en cenagoso pantano
convertido había el agua
allí estancada, y los peces,
los animales inmundos
que aquel bañado habitaban
muertos, al aire infectaban,
o entre las impuras heces
aparecían a veces
boqueando moribundos,
como del cielo implorando
agua y aire: aquí se vía
al voraz cuervo, tragando
lo más asqueroso y vil;
allí la blanca cigüeña,
el pescuezo corvo alzando,
en su largo pico enseña
el tronco de algún reptil;
más allá se ve el carancho,
que jamás presa desdeña,
con pico en forma de gancho
de la expirante alimaña
sajar la fétida entraña.
Y en aquel páramo yerto,
donde a buscar como a puerto
refrigerio, van errantes
Brian y María anhelantes,
sólo divisan sus ojos,
feos, inmundos despojos
de la muerte. ¡Qué destino
como el suyo miserable!
Si en aquel instante vino
la memoria perdurable
de la pasada ventura
a turbar su fantasía
¡cuán amarga les sería!
¡cuán triste, yerma y obscura!
Pero con pecho animoso
en el lodo pegajoso
penetraron, ya cayendo,
ya levantando o subiendo
el pie flaco y dolorido;
y sobre un flotante nido
de yajá ¡columna bella,
que entre la paja descuella,
como edificio construido
por mano hábil¿ se sentaron
a descansar o morir.
Súbito allí desmayaron
los espíritus vitales
de Brian a tanto sufrir;
y en los brazos de María,
que inmoble permanecía,
cayó muerto al parecer.
¡Cómo palabras mortales
pintar al vivo podrán
el desaliento y angustias,
o las imágenes mustias
que el alma atravesarán
de aquella infeliz mujer!
Flor hermosa y delicada,
perseguida y conculcada
por cuantos males tiranos
dio en herencia a los humanos
inexorable poder.
Pero a cada golpe injusto
retoñece más robusto
de su noble alma el valor;
y otra vez, con paso fuerte,
holla el fango, do la muerte
disputa un resto de vida
a indefensos animales;
y rompiendo enfurecida
los espesos matorrales,
camina a un sordo rumor
que oye próximo, y mirando
el hondo cauce anchuroso
de un arroyo que copioso
entre la paja corría,
se volvió atrás, exclamando
arrobada de alegría:
-¡Gracias te doy, Dios Supremo!
Brian se salva, nada temo.
Pronto llega al alto nido
donde yace su querido,
sobre sus hombros le carga,
y con vigor desmedido
lleva, lleva, a paso lento,
al puerto de salvamento
aquella preciosa carga.
Allí en la orilla verdosa
el inmoble cuerpo posa,
y los labios, frente y cara
en el agua fresca y clara
le embebe; su aliento aspira,
por ver si vivo respira,
trémula su pecho toca;
y otra vez sienes y boca
le empapa. En sus ojos vivos
y en su semblante animado,
los matices fugitivos
de la apasionada guerra
que su corazón encierra,
se muestran. Brian recobrado
se mueve, incorpora, alienta;
y débil mirada lenta
clava en la hermosa María,
diciéndola: – Amada mía,
pensé no volver a verte,
y que este sueño sería
como el sueño de la muerte;
pero tú, siempre velando,
mi vivir sustentas, cuando
yo en nada puedo valerte,
sino doblar la amargura
de tu extraña desventura.
-Que vivas tan sólo quiero,
porque si mueres, yo muero;
Brian mío, alienta, triunfamos,
en salvo y libres estamos.
No te aflijas; bebe, bebe
esta agua, cuyo frescor
el extenuado vigor
volverá a tu cuerpo en breve,
y esperemos con valor
de Dios el fin que imploramos.-
Dijo así, y en la corriente
recoge agua, y diligente,
de sus miembros con esmero,
se aplica a lavar primero
las dolorosas heridas,
las hondas llagas henchidas
de negra sangre cuajada,
y a sus inflamados pies
el lodo impuro; y después
con su mano delicada
las venda. Brian silencioso
sufre el dolor con firmeza;
pero siente a la flaqueza
rendido el pecho animoso.
Ella entonces alimento
corre a buscar; y un momento,
sin duda el cielo piadoso,
de aquellos finos amantes,
infortunados y errantes,
quiso aliviar el tormento.
PARTE SEXTA
¡Qué largas son las horas del deseo!
Moreto
La espera
Triste, obscura, encapotada
llegó la noche esperada,
la noche que ser debiera
su grata y fiel compañera;
y en el vasto pajonal
permanecen inactivos
los amantes fugitivos.
Su astro, al parecer, declina,
como la luz vespertina
entre sombra funeral.
Brian, por el dolor vencido
al margen yace tendido
del arroyo; probó en vano
el paso firme y lozano
de su querida seguir;
sus plantas desfallecieron,
y sus heridas vertieron
sangre otra vez. Sintió entonces
como una mano de bronce
por sus miembros discurrir.
María espera, a su lado,
con corazón agitado,
que amanecerá otra aurora
más bella y consoladora;
el amor la inspira fe
en destino más propicio,
y la oculta el precipicio
cuya idea sólo pasma:
el descarnado fantasma
de la realidad no ve.
Pasión vivaz la domina,
ciega pasión la fascina;
mostrando a su alma el trofeo
de su impetuoso deseo
la dice: tú triunfarás.
Ella infunde a su flaqueza
constancia allí y fortaleza;
Ella su hambre, su fatiga,
y sus angustias mitiga
para devorarla más.
Sin el amor que en sí entraña,
¿qué sería? Frágil caña,
que el más leve impulso quiebra,
ser delicado, fina hebra,
sensible y flaca mujer.
Con él es ente divino
que pone a raya el destino,
ángel poderoso y tierno
a quien no haría el infierno
vacilar y estremecer.
De su querido no advierte
el mortal abatimiento,
ni cree se atreva la muerte
a sofocar el aliento
que hace vivir a los dos;
porque de su llama intensa
es la vida tan inmensa,
que a la muerte vencería,
y en sí eficacia tendría
para animar como Dios.
El amor es fe inspirada,
es religión arraigada
en lo íntimo de la vida.
Fuente inagotable, henchida
de esperanza, su anhelar
no halla obstáculo invencible
hasta conseguir victoria;
si se estrella en lo imposible
gozoso vuela a la gloria
su heroica palma a buscar.
María no desespera,
porque su ahínco procura
para lo que ama, ventura;
y al infortunio supera
su imperiosa voluntad.
Mañana – el grito constante
de su corazón amante
la dice-, mañana el cielo
hará cesar tu desvelo,
la nueva luz esperad.
La noche cubierta, en tanto,
camina en densa tiniebla,
y en el abismo de espanto,
que aquellos páramos puebla,
ambos perdidos se ven.
Parda, rojiza, radiosa,
una faja luminosa
forma horizonte no lejos;
sus amarillos reflejos
en lo obscuro hacen vaivén.
La llanura arder parece,
y que con el viento crece,
se encrespa, aviva y derrama
el resplandor y la llama
en el mar de lobreguez.
Aquel fuego colorado,
en tinieblas engolfado,
cuyo esplendor vaga horrendo,
era trasunto estupendo
de la inferna terriblez.
Brian, recostado en la yerba,
como ajeno de sentido,
nada ve: ella un rüido
oye; pero sólo observa
la negra desolación,
o las sombrías visiones
que engendran las turbaciones
de su espíritu. ¡Cuán larga
aquella noche y amarga
sería a su corazón!
Miró a su amante; espantoso,
un bramido cavernoso
la hizo temblar, resonando:
era el tigre, que buscando
pasto a su saña feroz
en los densos matorrales,
nuevos presagios fatales
al infortunio traía.
En silencio, echó María
mano a su puñal, veloz.
PARTE SÉPTIMA
Voyez… Déjà la flamme en torrent se déploie.
Lamartine
Mirad: ya en torrente se extiende la llama.
La quemazón
El aire estaba inflamado,
turbia la región suprema,
envuelto el campo en vapor;
rojo el sol, y coronado
de parda obscura diadema,
amarillo resplandor
en la atmósfera esparcía;
el bruto, el pájaro huía,
y agua la tierra pedía
sedienta y llena de ardor.
Soplando a veces el viento
limpiaba los horizontes,
y de la tierra brotar
de humo rojo y ceniciento
se veían como montes;
y en la llanura ondear,
formando espiras doradas,
como lenguas inflamadas,
o melenas encrespadas
de ardiente, agitado mar.
Cruzándose nubes densas,
por la esfera dilataban
como cuando hay tempestad,
sus negras alas inmensas;
y más, y más aumentaban
el pavor y obscuridad.
El cielo entenebrecido,
el aire, el humo encendido,
eran, con el sordo ruido,
signo de calamidad.
El pueblo de lejos
contempla asombrado
los turbios reflejos;
del día enlutado
la ceñuda faz.
El humilde llora,
el piadoso implora;
se turba y azora
la malicia audaz.
Quién cree ser indicio
fatal, estupendo,
del día del juicio,
del día tremendo
que anunciado está.
Quién piensa que al mundo,
sumido en lo inmundo,
el cielo iracundo
pone a prueba ya.
Era la plaga que cría
la devorante sequía
para estrago y confusión:
de la chispa de una hoguera,
que llevó el viento ligera,
nació grande, cundió fiera
la terrible quemazón.
Ardiendo, sus ojos
relucen, chispean;
en rubios manojos
sus crines ondean,
flameando también:
la tierra gimiendo,
los brutos rugiendo,
los hombres huyendo,
confusos la ven.
Sutil se difunde,
camina, se mueve,
penetra, se infunde;
cuanto toca, en breve
reduce a tizón.
Ella era; y pastales,
densos pajonales,
cardos y animales,
ceniza, humo son.
Raudal vomitando
venía de llama,
que hirviendo, silbando,
se enrosca y derrama
con velocidad.
Sentada María
con su Brian la vía:
-¡Dios mío! – decía-,
de nos ten piedad.-
Piedad María imploraba,
y piedad necesitaba
de potencia celestial.
Brian caminar no podía,
y la quemazón cundía
por el vasto pajonal.
Allí pábulo encontrando,
como culebra serpeando,
velozmente caminó;
y agitando, desbocada,
su crin de fuego erizada,
gigante cuerpo tomó.
Lodo, paja, restos viles
de animales y reptiles
quema el fuego vencedor,
que el viento iracundo atiza;
vuelan el humo y ceniza,
y el inflamado vapor,
al lugar donde, pasmados,
los cautivos desdichados,
con despavoridos ojos,
están, su hervidero oyendo,
y las llamaradas viendo
subir en penachos rojos.
No hay cómo huir, no hay efugio,
esperanza ni refugio;
¿dónde auxilio encontrarán?
Postrado Brian yace inmoble
como el orgulloso roble
que derribó el huracán.
Para ellos no existe el mundo.
Detrás, arroyo profundo
ancho se extiende, y delante,
formidable y horroroso,
alza la cresta furioso
mar de fuego devorante.
-Huye presto – Brian decía
con voz débil a María-,
déjame solo morir;
este lugar es un horno:
huye, ¿no miras en torno
vapor cárdeno subir?-
Ella calla, o le responde:
-Dios, largo tiempo, no esconde
su divina protección.
¿Crees tú nos haya olvidado?
Salvar tu vida ha jurado
o morir mi corazón.-
Pero del cielo era juicio
que en tan horrendo suplicio
no debían perecer;
y que otra vez de la muerte
inexorable, amor fuerte
triunfase, amor de mujer.
Súbito ella se incorpora;
de la pasión que atesora
el espíritu inmortal
brota, en su faz la belleza
estampando y fortaleza
de criatura celestial,
no sujeta a ley humana;
y como cosa liviana
carga el cuerpo amortecido
de su amante, y con él junto,
sin cejar, se arroja al punto
en el arroyo extendido.
Cruje el agua, y suavemente
surca la mansa corriente
con el tesoro de amor;
semejante a Ondina bella,
su cuerpo airoso descuella,
y hace, nadando, rumor.
Los cabellos atezados,
sobre sus hombros nevados,
sueltos, reluciendo van;
boga con un brazo lenta,
y con el otro sustenta,
a flor, el cuerpo de Brian.
Aran la corriente unidos
como dos cisnes queridos,
que huyen de águila crüel,
cuya garra, siempre lista,
desde la nube se alista
a separar su amor fiel.
La suerte injusta se afana
en perseguirlos. Ufana
en la orilla opuesta el pie
pone María triunfante,
y otra vez libre a su amante
de horrenda agonía ve.
¡Oh del amor maravilla!
En sus bellos ojos brota
del corazón, gota a gota,
el tesoro sin mancilla,
celeste, inefable unción;
sale en lágrimas deshecho
su heroico amor satisfecho.
Y su formidable cresta
sacude, enrosca y enhiesta
la terrible quemazón.
Calmó después el violento
soplar del airado viento:
el fuego a paso más lento
surcó por el pajonal,
sin topar ningún escollo;
y a la orilla de un arroyo
a morir al cabo vino,
dejando, en su ancho camino,
negra y profunda señal.
PARTE OCTAVA
Les guerriers et les coursiers eux mêmes
sont là pour attester les victoires de mon bras.
Je dois ma renomée à mon glaive…
(Antar)
Los guerreros y aun los bridones de la batalla
existen para atestiguar las victorias de mi brazo.
Debo mi renombre a mi espada.
Brian
Pasó aquél, llegó otro día
triste, ardiente, y todavía
desamparados como antes,
a los míseros amantes
encontró en el pajonal.
Brian, sobre pajizo lecho
inmoble está, y en su pecho
arde fuego inextinguible;
brota en su rostro, visible
abatimiento mortal.
Abrumados y rendidos
sus ojos, como adormidos,
la luz esquivan, o absortos,
en los pálidos abortos
de la conciencia ¡legión
que atribula al moribundo¿
verán formas de otro mundo,
imágenes fugitivas,
o las claridades vivas
de fantástica región.
Triste a su lado María
revuelve en la fantasía
mil contrarios pensamientos,
y horribles presentimientos
la vienen allí a asaltar;
espectros que engendra el alma,
cuando el ciego desvarío
de las pasiones se calma,
y perdida en el vacío
se recoge a meditar.
Allí, frágil navecilla
en mar sin fondo ni orilla,
do nunca ríe bonanza,
se encuentra sin esperanza
de poder al fin surgir.
Allí ve su afán perdido
por salvar a su querido;
y cuán lejano y nubloso
el horizonte radioso
está de su porvenir,
cuán largo, incierto camino
la desdicha le previno,
cuán triste peregrinaje;
allí ve de aquel paraje
la yerta inmovilidad.
Allí ya del desaliento
sufre el pausado tormento,
y abrumada de tristeza,
al cabo a sentir empieza