Poesía española

Poemas en español


Dikt Raíz del cielo (i)

Honda la mano que no perdió su antiguo ánimo y en el
coraje empuña la espada que hiere al polvo y éste que se
esparce y niega el agua.

Honda la mano hiriente que en su embriaguez se hace río y
después de tantos años aún nos asombra porque ostenta un
oleaje y un canto marinero.

Honda la mano perezosa,
ligera como el tamarindo,
aroma de litorales que turban la sangre más antigua y el
hombre quieto en la cintura de la luz lamiéndose como si
fuera una victoria o una derrota.

Honda la mano que anticipa las ausencias:
la tierra prometida,
el deseo de un sueño deslumbrante,
la sensación de estar atrapados,
el abismo que abjura de la gloria,
el oro que surca los idus de marzo.

Honda la mano del tiempo,
igual a sí mismo, sin viento,
a la una de la tarde,
mientras el hombre bebe cerveza en la tienda de la esquina
y en sus ojos se acumula una espera de cartero y una
esperanza que no desciende.

Honda la mano al sostener con firmeza la ventana para que
los albatros culminaran su vuelo,
honda, honda la mano indecible al descifrar las cerraduras
y apurar el paso de los hastíos,
aunque la vastedad de los perfumes no impidió que los
manicomios se llenaran y todos creyeran que estaban a
salvo,
mientras las serpientes lucen su condición de víctimas
extasiadas
y la fatalidad data el hecho con la clarividencia de un pozo
profundo al traer el recuerdo de Fenicia y sus
delgados muros que desvanecen los errores cometidos.

Tanto que los espejos siembran crepúsculos donde fluirá la
vida y los ríos,
porque no todo en la vida es supermercados en California ni
esas delgadeces que atraviesan la pupila como un rayo
súbito bajo un cielo pesado,
que a cada paso enrojece la verdad de hombres y mujeres
que se desvanecieron entre trivialidades,
porque ni el aquelarre bastó para detener las blasfemias ni
las maldiciones,
no bastó ni basta,
a pesar de los Te Deum
ni que miles de mujeres iluminen el aire con oraciones
y se laven las manos en aguamaniles decorados con
suficiente paciencia.

Hércules lo sabe:
los sudarios se desgarraron hasta erigir un crucifijo para
aherrojar los bordes de una eternidad que comienza en las
grandes temporadas de oferta,
al poniente de las cotizaciones del petróleo del mar de Brent
o las acciones de Microsoft,
y la rabieta es tanta que la agudeza resulta en suelo yermo
y lo ganado en el camino se olvida.

Ya los griegos no siguen a Herodes porque los hombres
esperan el alumbramiento de un mundo nuevo,
pero éste parece una efigie con ojos de eternidad cansada
y es que no todo es Houston, Madrid, París o Londres.
No.
Lo demás puede ser una larga noche o una hermosa
mañana donde se abate el flamígero carro del día,
y Febo no podrá aplacar su furia contra Faetón.

Honda la mano al desenmascarar la densidad de nuestras
edades,
llama bebida a sorbos,
como un vino de eternidad.

Honda la mano al abrir sus dedos y mostrar las raíces
obedientes,
tanto como la linde que a torrentes derrama las mañanas
de diciembre,
mientras el vaso de agua descansa la noche y doma a la
chicharra y a alguien se le olvida tomar las píldoras contra
el Stress,
pero poco importa si el tiempo cesante ingiere suficientes
dosis de tristeza grande y el pescuezo de la realidad prospera
en certidumbres de Dow Jones y alzas súbitas en los
rendimientos,
y las antiguas preguntas,
las de siempre,
son una cal que nos pinta el alba color de membrillo,
Pretexto para olvidar,
en un pequeño segundo,
el declive de la muerte hasta que la imagen de una puerta
amarilla nos enrosca en su luminosa obediencia,
y traspasamos casi de inmediato un derrotero que
se desmorona frente a la anémona,
flor del viento y asombro de Venus,
pero el fruto es sólo aparente,
y es que los hombres no pueden improvisar la savia y en un
lento cerrar de ojos,
se engendra la imagen de Naomi Campbell,
quien se contorsiona y nos recuerda a Lotis,
huyendo de nuestro desbarajuste.
La afortunada escena no sana ni nos salva de la
misantropía porque el mundo sigue igual:
cuarteándose en paredes de suites de cinco estrellas,
en el hambre de los niños,
en la ingenuidad de las prostitutas.

¿Igual? No, similar, pronuncia alguien,
al percibir el fétido olor de las certezas completas,
las que visten a la vida de números y niños felices,
de las que amonestan al fuego con aflicciones añadidas y
postizas.
No sirve apelar porque el esmero resulta insuficiente porque
el color del olvido prorroga más y más la comprensión,
esa que nos brinca al rostro,
a la par de los botes de basura y hombres sin pan,
sin cuerpos disponibles para el buen uso de bronceadores y
lentes de marca.

Sí, en ese jardín de las Hespérides,
donde Midas desviste los siglos y los muchachos malos se
muelen a golpes o los asaltantes son linchados y quemados
como una nueva ofrenda a Marte,
sucede la vida.
El apóstol en sus iras guarda el corazón de la tarde para
quemar la cintura angosta del pasto donde el círculo del
agravio danza,
en tanto el culto y las ofrendas esperan que el olor de las
uvas indignen a la piedra que roe el cuarto de los hombres.

Honda la mano al sonreír ante la raíz que se muta en río,
ninfa bañándose en Alfeo sin saber que caerá sobre ella la
viga útil de un tiempo inoportuno,
aunque ahora la proteja la liposucción;
y es que el tiempo,
orilla del mar y filo del aire,
lo vive y lo muere
un alfabeto envejecido,
árbol que serena los tanteos y un norte que apesadumbra
cualquier insinuación mañanera.

Honda la mano al exclamar:
En este lugar y la aquiescencia clavó su igniscente dedo en
una esquina poco alumbrada donde duerme el indigente y
la joven mujer,
con su pequeño álbum fotográfico entre las manos,
ve el mástil del día diluirse entre sombras mientras se allega
a sus muslos el candelabro que ilumina las facciones,
registro yermo de unas horas que no prueban nada,
tan sólo la última borrachera,
patricio que entre balbuceos relata hechos olvidados y que
la boca no sabe decir,
sin decir caridad.

Honda la mano que del infecundo suelo gestó las irreales
caderas de una mujer que aprendió a decir la palabra
definitiva.

Honda la mano al sacar de la arena la raíz indescifrable,
mano alzando un alba imposible en tanto el arquero se
confunde y hiere el espejo del agua,
rasguño que encoleriza a Anteros,
pero sabe que las boyas en el mar arrastran el arquetipo
para que las sirenas quejumbrosas susurren la caida del
precio del café o del petróleo y el escándalo arruine la hora
del cognac y el bizantino mundo de los desocupados se abra
como una esfera de agudo cristal;
cuarzo derramado en los límites de una tarde que baña el
sol con destrozos y campos de oro.

Honda la mano al señalar el camino donde no hay fin ni
principio;
honda, honda la raíz,
suma salada y dulce de una dadivosidad rumiante en el
pecho enamorado una bravura impía que rasga las velas y
nos somete a naufragios y puñales ciegos para ocultar sus
plegarias ante el boato de tanta estupidez.
Podríamos sitiar la agonía pero un repentino advenimiento
se agazapa en las calmas horas sin decirnos quiénes somos,
y la raíz,
la honda raíz,
arrastra lejos, en la mar océano,
unos hombres repentinos,
furiosos y de barro negro,
que adoran a magnánimos dioses y serenan el espíritu a la
hora de los degüellos,
mientras el río sigue siendo el mismo río al llevar en sus
aguas los gritos y los rebaños de cadáveres,
ajenos al silencio y al olvido,
renovados,
pero iguales,
con sus barcos y Némesis,
y Los Parcos, con sus agujas de sueños del destino humano;
al mismo ritmo soñoliento y una Astrea que no cesa de
pregonar la inocencia frente a unos hombres y mujeres que
mantienen la costumbre de herirse con una paciencia
repetida.
Dulce raíz del cielo al estrechar los márgenes descarnados
de la rama,
rocío sobre las palabras de piedra y el cumplido resplandor
que padece la mano confundida,
quieta demostración de un marchito rostro que no sirve
para promociones de turismo ni viajes todo pagado.

Dulce raíz de un muelle denso,
acuarela inútil para ajustar los criterios de eficiencia y
productividad.

Dulce, dulce raíz,
tamiz de horas que exudan historias hechas de nombres
perdidos y reinos para el olvido;
asignaturas probadas entre el deseo y la memoria,
altar erguido sobre un tiempo gris,
empeño que extradita los sueños,
aunque Pandora se aferre a la caja y esperanza dentro,
caracol en la mano,
grito y alegría de los niños,
paloma bordada en la orilla del ojo;
y nosotros,
sin establecer la vinculación ni vencer al encanallado
tiempo,
razón de más para que las hebras allanen la aspereza de
una fría ceremonia donde se entregan reconocimientos y
resultemos timados por el paso de un abril herido,
Exactamente en las miradas más complices,
cuando mojan las alegrías,
tan efímeras como un sol de cobre que se consume dilatado
al abrigo de una tarde no olvidada,
a pesar de tantos años y el embrollo del origen nos
mortifique aún.
Los escombros se atavían y la córnea se disciplina ante la
afrenta,
entera de muerte,
entera de vida e inmoviliza la calle donde los transeúntes
caminan y se ven en silencio,
comiendo la oración dicha por la mañana,
rogando por arrebatar más y mejores mendrugos,
aunque incomode a la macroeconomía y los números
deserten y exhumen los cadáveres que todos los días del año
produce la extrema prosperidad.
Hoy, tránsito lóbrego de Miami a los barrios más pobres de
Colombia;
fervor para limpiar los expendios de verduras y arruinar el
glamour de París;
expedición perseverante en la taciturna noche de las
prostitutas y los niños envilecidos por el derecho a una
sexualidad experimental;
relámpago que alumbra las aldeas del Altiplano
guatemalteco y una entera expiación de conjeturas afirma
que el hambre es una arrogancia de los vendedores de
utopía.
Interminable estación del tiempo,
hoy difuso,
alzado contra sí mismo,
al mostrar un sudor falso,
efímero,
irreal porque florece en la desamparada resistencia de una
flor que rige el tiempo,
acero para herir la carne
y repetir día a día las mismas mentiras.

La ebriedad de ver convierte en áspera una voz rotunda y
ésta calla frente al color de un alba que desciende del
volcán y baña a La Antigua, arcilla holgazana ante los
olvidos más aferrados.
Un vacío flota en la fuente esquiva
mientras los hombres padecen desiertos
y una embebida soledad atolondrada,
pero, ¿quién funda el tiempo nuevo para vencer la falta de
entusiasmo?

Añeja raíz del cielo al engendrar los delirios,
y aposentarse para recibir toda la luz que será
ruta de escape de las quimeras,
aunque el asunto resulte en ampollas.

Honda raíz al depositar el numen irrevelable y dejarnos
huérfanos,
aproximados a las derrotas de Bill Gates y a las hazañas de
una madre africana por alimentar a su crío,
porque la locura no es lo suficientemente dulce y las
raciones de consuelo pisan una claridad que ata a llagas,
como la ropita de los niños y los viejos.
Honda, honda la mano al tomar la raíz recién descubierta y
darnos el precepto y el glosario,
atadura del vocablo puro,
yugo que fustiga las lágrimas ante el grito de eternidad;
arrebato que fundó más de alguna empresa de
inmortalidad sobre una escalera de cadáveres.

Dura raíz de la cruz al anillar el abrumado devenir,
quebrantado,
con coronas de rabia y pulmones para soportar jornadas en
donde el hombre no descansa y escupe su rostro y su
máscara sobre los hallazgos que ayer fueron novedad,
tesoro de una hagiografía oscura,
prórroga de una perpetuidad desvanecida en un instante.

Rostro sin máscara, máscaras sin rostro con la saliva en las
comisuras de los labios,
sin fuerza para soplar la trompeta que adiestra su metal en
la montaña imaginada,
en la luz que se apaga en la espalda de la tarde,
en la clepsidra que pudre el vértice de una mujer,
en el atroz residuo del fuego en Quiché,
en la gloria desnuda que el tiempo va ensamblando en las
vitrinas y en los ojos mientras el gerente de ventas establece
los cálculos y las ganancias que no bastan.

El disgusto arruga la cúpula del tiempo,
tanto que la resignación no afila el hacha
ni se apoya en Dios,
ni alcanzará para perdones,
insuficientes para arreglar la calculadora.
¿Para qué serviría? si el coraje se obseca en llevar el
empaque al patíbulo,
sí, al patíbulo y el empellón germina en esa tenue luz en la
mirada al regresarnos al viejo patio con jarrones y sombras
que de largas nos meten en el ciclo de las migraciones de la
luz y del olvido,
justo en esa adoquinada senda que nos abofetea el nombre
y nos empaña los espejos:
El de la rosa que ejecuta el dolor del alba,
el de Prometeo con su máscara,
degollando la extraña álgebra de los olvidos,
aquellos que rescatan las reliquias y sobreviven en silencio,
como la raíz que no evidencia su mármol ni su epifanía,
para salvar al hombre de la indigencia y el hartazgo.

Amarga raíz del cielo que despobló el corazón del hombre y
en el pomposo canto quiso rendir al miedo y a la angustia,
pero, ni los cien ojos de Argos fueron suficientes para
memorizar tanta esperanza acanallada
ni tanta verdad envilecida.
Hoy el río sigue en el desfiladero de los años,
dolido, ríe, como Momo,
el triunfo de sus lustrales aguas,
cauce que en el ladillo izquierdo grabó la memoria al
descifrar todas las cosas,
las antiguas,
las recientes,
anheladas lagartijas,
talud de la noche y el sueño,
retorno conciso a la tarde,
pez arquetipo que sólo es una fugaz revelación de verdades
hoy olvidadas,
mal queridas,
misterio de una melancolía cumplidamente negada,
en cada silencio,
en cada cuerpo ondeando para retoñar sobre la piedra ciega
y muda.

Quién dice esas verdades para despertar en su día e intentar
escabullirse de las reglas de la mercadotecnia y la
lastimadura esa que hoy llaman globalización:
torpe pasión,
latido en las calles,
en medio de las ventas de ropa y productos chinos,
a la vera de una canción desgarrada mientras el vendedor
pregona un paraíso que no es la Quinta Avenida de
Nueva York ni los huertos de Pomona.

Aun así, es inevitable la sensación del erebo:
pantalones, radios, blusas, cinchos, fritangas,
humo, mucho humo, gente, demasiada gente y el ardid
funciona,
la laxitud tapa la boca del llanto y la bilis descubre la
fugacidad del contrato,
sin abogados que den fe.

Paraíso lejano,
como vela que surca el río,
mientras en la calle se alza el magma de la luz,
dando su lengüetazo sobre la impaciencia del niño,
quien llora ante las frívolas representaciones de los adultos:
reclama el pecho,
la madre,
en su parálisis,
se olvida de atar el luto y coger el libreto espléndido de una
noche escasa,
abismo dulce para su aniquilación.
Calla, la lujuria es un mal remedio a las cuatro de la tarde,
con un niño y unos ojos viejos que se tragaron todo el
desenfreno,
vertedor de vínculo húmedos de una levedad sobreviviente
en el patio de baldosas con brillo y ropa de mujer tendida,
escenario en el cual los duendes hacen el milagro de eximir
tanta angustia reprimida,
tanta norma que la tienta a desabrocharse la blusa y a
sobarse los pechos.
Y ese anhelo fatigado se le pudre en el vientre,
lumbre que despide una sombra como enigma,
artificio sonoro en la vieja cama olvidada,
la misma, al ser áspera llaneza de unos labios que sólo
saben decir del silencio y del secreto de las voces,
aldea de las frases de un hondo corazón colgado de la
rama,
brazo del nombre, malestar que después será metáfora para
decir alguna cosa,
sí, alguna cosa, salvación de las manos al dictar la
advertencia y designar los presagios como si el mundo
fuera un trompetazo repentino,
brutal,
y no una cadena fortuita de nombres y ocasos,
libros y batallas,
años e historias,
hombres y mujeres que se emborrachan de silencios,
de búsquedas anteriores al tiempo;
de pan y perros,
de madrugadas y remolinos de mar,
de pies, testamento de la huella,
de estadísticas y muros diáfanos,
de amores y lápidas que cierran los ojos grises y fríos,
de pasiones laboriosas y Andalucía,
de unas piernas,
ávido tesoro que se teje en la telaraña de una ceguera al
sentenciar los advenimientos y la bayoneta que ahoga el
metal en la carne.

Pero todo puede ocurrir en esa cadena que chupa la sangre
y anochece la mañana, todo, todo:
la tumba que la leña consume,
el ovillo girando lentamente mientras se renombra al
cántaro y los sedimentos se pegan a la piel,
los gemelos,
alegría de la calle y un dios que se descubre vivo,
cansado, pero vivo,
los árboles chismorreando los despojos y el laberinto en la
muestra del esqueleto del día y unas rodillas,
descanso dulcísimo antes de esa terca agonía,
la muerte, mar de muslos y vísperas duras,
gotas, gotas, para malcomer unas nalgas que reniegan de
la flagrancia y la lengua,
malhadado laberinto,
exterminio de una serenidad descarriada,
mitología que hace temblar el pulso y echa a perder la
hazaña de sobrevivir a la ceniza.

Honda la mano al fermentar la raíz del relámpago y en el
trance descubrir una embriaguez cercana a la bondad más
sencilla,
arribo de luz sobre el trágico escenario de unos hombres
que después de muchos libros concluyen sobre la banalidad
y el estrépito de sus empeños,
como si fuera una postrimería parecida a una harina agria,
y frente a ese horror,
la palabra incumplida,
la que se acuesta con el hambre de los niños,
la que se acurruca con la dignidad ajada y oscura como un
agujero de mujeres solas,
la que, encarnizada, polvo y tiempo,
colorea el gritito del susto,
el que quedó desde hace siglos y que la boca,
aunque apriete los labios,
no puede dejar de escapar,
ante el recuerdo del incendio y el crimen de sus dioses.
Negra raíz de la tierra quemada al asombrar por sus
símbolos,
y su persistente interrogatorio,
a un Dios que sólo sabe de arduas y magníficas ironías.
Honda raíz de un domingo para abdicar de éste y todo
consistiera en fatigar insensatos párrafos de enciclopedias y
obras completas,
y aturdirse por aguas turbulentas de sangre afiebrada,
ánimas que son el vástago de un sueño,
consumación de un remordimiento ante el ojo que ve cómo
la araña teje su secreta carpintería,
enmedio del ocaso último y la tristeza de Hiperión,
quien no termina de lamentar la tarde ciega y el puñal
intimidado ante la valentía de quienes dijeron Basta y les
respondieron Buenos días y el gesto no fue suficiente para
conjurar la impotencia,
a pesar que muchos ofrecieron la tarjeta de crédito o el
hambre satisfecha.

Honda raíz al germinar el nácar y descubrir el mundo,
ahí, presente, real,
un mundo de todos los días,
verbal, fuente rota de un bronce alguna vez estatua,
narcótico para aniversarios.

Mundo real, raíz del cielo,
llano, carnaval penitente expuesto a la apatía por
entusiasmos profesos:
la mujer,
verdugo con vestido de seda y flores suficientes,
dejadez de una danza firme como sus senos mientras
empieza el puño y el incendio,
salmos hoy cubiertos de polvo.
Raíz de nosotros mismos,
campo de invierno,
hielo para las autopsias,
abrigo para la esbeltez de un talle que vincula el parpadeo
con un escueto comunicado sobre el crecimiento del PIB y
la victoria contra la pobreza.

Mundo real para el asco y la orgía de las palabras,
en tanto el vástago relata la historia desde su cuna y el
hombre,
viento voraz,
agrega a la tentación un poco de rutina para nombrar la
suma de sus bondades:
la ayuda al Tercer Mundo,
la foto oportuna vacunando a un niño famélico,
la estrella de cine derribando la nómina de sus pasiones,
mientras abraza a una mujer que en sus pechos se encona,
desnuda,
la tragedia y el absurdo,
cicuta honrosa para calmar una ansia rabiosa.

Mundo real,
raíz del cielo,
quién derriba las heridas,
quién lame la sal y el sudor,
quién, quién,
raíz del cielo.

Mundo real,
catálogo de informes acerca de las ruinas,
no de Cartago,
no de Utatlán,
sino de las enconadas hogueras donde el juez imparte
justicia;
mundo asomado,
raíz del cielo,
llama blanda que nos deja inmóviles ante la tarde
novedosa,
suceso de silencios y caras de ayer que son las mismas,
como la tarde y su mirada,
¿presagios de quién?
el insecto enfría la bebida porque el mundo se agranda en
sus infinitas calles,
en las raíces que crecen por doquier,
mientras un corazón avaro cuenta las espadas rotas
y las ojeras incendian los trenes sonámbulos,
aviso de libros saliendo por la puerta,
entraña metálica, palpable,
intervalo y umbral de placeres que un eco se encarga de
hallar;
grito en fuga ¿en dónde está la estatua?
cien voces se desdoblan y gritan estoy muerto,
estoy vivo,
y el cielo de pronto es suelo yermo,
escala en la obligada esquina donde todos tendremos que
doblar,
acero, papel sin firmar,
esquina de voces delgadas,
acero, papel sin palabras,
esquina de sombrillas ciegas,
acero, latido de una muerte emputecida,
esquina de una telegrafía sin agua,
acero,
esquina que cierra las alas al sueño y a las gotas de sangre,
acero,
esquina,
acero.

Selección del autor



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Dikt Raíz del cielo (i) - Gerardo Guinea Diez