Poesía española

Poemas en español


Dikt El parque pequeño

IV

Todo parece igual que ayer,
que aquel día oscuro y primero
que vine aquí y encontré sólo
la tosca sequedad del suelo.
No veía en la caja el lado
sin cubrir: tu lugar, tu hueco.
Los hombres no vemos la trampa
por donde llegas. La sabemos
vagamente, la sospechamos,
y un día…
Las voces, los juegos
de los niños fueron, despacio,
dando sentido al patio, fueron
dando totalidad al aire,
suficiencia a la tierra. El centro
del mundo, de su mundo, era
éste. ¿Y lo es?, pregunto, pienso…
Los niños inventan, recrean,
fingen y truecan, y hacen cierto
lo imposible, y lo entregan siempre:
dan al sueño lo que es del sueño.
Saben volver lanzas las cañas,
duendes las sombras de los dedos,
caballos las sillas inmóviles,
trenes sus sucesivos cuerpos.
Apenas hablan y ya tienen
la bautismal gracia en el verbo,
la lengua de un poblado suyo,
de un paraíso extraño el eco.
Nadie les dijo; lo nombraron
un día porque eran sus dueños,
porque en sus labios cada cosa
empezaba a nacer de nuevo,
porque Tú les favorecías
desde un lejanísimo empeño,
porque eran como tus acólitos
ayudando a tu ministerio.
Nadie sabe como empezaron
a llamarle el Parque Pequeño.
Desde entonces, todos decimos
como dicen, como dijeron.
Con la palabra fue más dulce
la vecindad, más blando el suelo.
Y, al solo nombre pronunciado
y repetido – ¡ábrete, sésamo! -,
fueron más claras las paredes,
más buscado y amable el cerco,
más entendida la pobreza,
el tributo sentido menos…
Una mañana, a los tejados,
a las hojas del árbol fresco,
por ese lado de la caja,
Señor, eternamente abierto,
se acercaron, multiplicándose,
los grises gorriones domésticos.
Para vosotros, hijos míos,
este fue el diálogo del vuelo.
Y ¿ es suficiente? Es suficiente;
hoy lo sé bien, hoy lo compruebo,
cuando nos traen sonando el día,
cuando se acercan respondiendo
a la mano que siembra el pan,
cuando cobijan su silencio
bajo las tejas con la lluvia,
cuando bajan de los aleros
hasta el manjar disputadísimo,
voraces, tímidos, inquietos…

V

No se dejan coger. No quieren,
hijo mío. Huyen arriba
cuando te acercas, cuando intentas
afirmar tu planta indecisa
para hacer frente a su desvío
como protesta de la huída.
Después te tomo de la mano
y caminas, oh Dios, caminas
sin que yo sepa quien provoca
nuestros pasos y quién nos guía.
Se pierde tu mano en mi mano
como un racimo entre las viñas,
como otro pájaro en un nido
de torpe carne entretejida.
Vamos juntos y no podemos
hablarnos. La palabra mía
no tiene paso hacia tu mundo
no tiene formas que te sirvan.
Yo llevo un mar dentro del pecho;
tú, una fuente clara y purísima;
a mí me puebla un cieno oscuro
de torvos peces que se abisman;
en ti la arena se remansa,
a ti las aves te transitan.
Suéltame, déjame en el lodo,
tú que la luz me comunicas,
tú que has hecho buena mi sangre,
nueva mi imagen y distinta.
Suéltame, suéltame, libérate.
¿No sientes la antorcha encendida
de mi brazo, que la laguna
de tu mano apenas mitiga?
¿no escuchas esta alta tormenta,
que en mi corazón se cobija?
¿no entiendes la desesperanza
que desde mis ojos te mira,
regresada de tanta muerte,
de tanto amor, tanta mentira,
de lo que ya no es ni recuerdo
de lo que no te dejó noticia?
¿No sientes miedo de mi ayuda
que apenas es esa cohibida
vigilancia del labrador
por el agosto de la espiga,
sin poder convocar la lluvia,
ni pararla, ni repartirla…?
La mano aprieta su puñado
¿por qué? ¿qué defiende? ¿qué cuida?
Crece, jugoso, dentro, el fruto;
fuera, la cáscara se obstina;
hierve y golpea el vino joven
las paredes de la vasija.
Como el perro que trae la caza
en los dientes y no lastima
la pieza, así los dedos hacen
uno el rigor y la caricia.
Caminamos por esta caja
ya tan andada, tan medida;
tú no sabiendo que hay distancia,
yo creyendo que no es precisa.
Tiras de mí. Vuelven los pájaros.
¿Es suficiente? ¿No serían
mas gratas otras alas? otro
vuelo mejor? Mi hastío olvida
que hay otras aves, otras cosas
que un día fueron causas mías.
Espera… ¿dónde vas? No estamos
ya solos – yo sí; aunque tu orilla
toque el clamor sordo del mar
y acerque su arena finísima-;
sé que no estamos solos, aunque
seas tú la soledad mía.

VI

Hay un río, hay un bosque. Todo
se vuelve claro. Me conducen
por una orilla verde. Toco
la hierba. Soy un niño triste.
El Duero pasa. Hay un remoto
sonar, cantar. Lejos, la nieve.
Todo es perfecto ante los ojos:
los bueyes lentos en la tarde,
el campesino y el rastrojo,
el leñador y la resina,
el pez, el águila y el corzo.
A mi me llevan… ¿No es ahora?
¿No soy el niño temeroso
de la tormenta, el mismo niño
de aquel llanto, de aquel asombro
ante el dolor, ante la muerte?
¿Y aquella mano que de pronto
desde la rama la soltaron
contra la tierra, sin retorno
posible…? El pueblo se encendía
con el sol. El camino de oro
llevaba a la fiesta, a la caza,
llevaba a la inquietud, al ocio,
llevaba a la ciudad, llevaba
a la vida de cualquier modo;
Pero la mano, aquella mano;
su dureza, su testimonio,
su vecindad y su cuidado,
su abrigo justo, su acomodo
¿dónde están? ¿dónde estás? ¿o eres
la misma mano que ahora toco?
¿Soy yo la guarda o lo guardado?
¿doy o recibo el patrimonio?
¿te llevo o tú me llevas, hijo?
Estos árboles del otoño
¿son aquellos bajo el Urbión?
¿No sale este patio del fondo
de aquel pinar de Covaleda?
¿no están en él aquellos chopos…?
Ven, hijo mío, padre mío.
Triste es el tiempo, pero hermoso.



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Dikt El parque pequeño - José García Nieto