Dikt Tabaré
(Fragmentos)
Introducción
I
Levantaré la losa de una tumba;
e, internándome en ella,
encenderé en el fondo el pensamiento,
que alumbrará la sociedad inmensa.
Dadme una lira y vamos: la de hierro,
la más pesada y negra;
ésa, la de apoyarse en las rodillas,
y sostenerse con la mano trémula,
Mientras la azota el viento temeroso
que silba en las tormentas,
y, al golpe del granizo restallando,
sus acordes difunde en las tinieblas;
La de cantar, sentado entre las ruinas,
como el ave agorera;
la que, arrojada al fondo del abismo,
del fondo del abismo nos contesta.
Al desgranarse las potentes notas
de sus heridas cuerdas,
despertarán los ecos que han dormido
sueño de siglos en la oscura huesa;
Y formarán la estrofa que reve-le
que la muerte, piensa:
resurrección de voces extinguidas,
extraño acorde que en mi mente suene.
II
Vosotros, los que amáis los imposibles;
los que vivís la vida de la idea;
los que sabéis de ignotas muchedumbres,
que los espacios infinitos pueblan,
Y de esos seres que entran en las almas,
y mensajes oscuros les revelan,
desabrochan las flores en el campo,
y encienden en el cielo las estrellas;
Los que escucháis quejidos y palabras
en el triste rumor de la hoja seca,
y algo más que la idea del invierno,
próximo y frío, a vuestra mente llega,
Al mirar que los vientos otoñales
los árboles desnudan, y los dejan
ateridos, inmóviles, deformes,
como esqueletos de hermosuras muertas;
Seguidme, hasta saber de esas historias
que el mar, y el cielo, y el dolor nos cuentan;
que narran el ombú de nuestras lomas,
el verde canelón de las riberas,
La palina centenaria, el camalote,
el ñandubay, los talas y las ceibas:
la historia de la sangre de un desierto,
la triste historia de una raza muerta.
Y vosotros aun más, bardos amigos,
trovadores galanos de mi tierra,
vírgenes de mi patria y de mi raza,
que templáis el laúd de los poetas;
Seguidme juntos, a escuchar las notas
de una elegía, que, en la patria nuestra,
el bosque entona, cuando queda solo,
y todo duerme entre sus ramas quietas;
Crecen laureles, hijos de la noche,
que esperan liras, para asirse a ellas,
allá en la oscuridad, en que aún palpita
el grito del desierto y de la selva.
III
¡Extraña y negra noche! ¿Dónde vamos?
¿Es esto cielo o tierra?
¿Es lo de arriba? ¿Lo de abajo? Es lo hondo,
sin relación, ni espacio, ni barreras;
Sumersión del espíritu en lo oscuro,
reino de las quimeras,
en que no sabe el pensamiento humano
si desciende, o asciende, o se despeña;
El caos de la mente, que, pujante,
la inspiración ordena;
los elementos vagos y dispersos
que amasa el genio, y en la forma encierra.
Notas, palabras, llantos, alaridos,
plegarias, anatemas,
formas que pasan, puntos luminosos,
gérmenes de imposibles existencias;
Vidas absurdas, en eterna busca
de cuerpos que no encuentran;
días y noches en estrecho abrazo,
que espacio y tiempo en que vivir esperan;
Líneas fosforescentes y fugaces,
y que en los ojos quedan
como estrofas de un himno bosquejado,
o gérmenes de auroras o de estrellas;
colores que se funden y repelen
en inquietud eterna,
ansias de luz, primeras vibraciones
que no hallan ritmo, no dan lumbre, y cesan;
Tipos que hubieran sido, y que no fueron,
y que aún el ser esperan;
informes creaciones, que se mueven
con una vida extraña o incompleta;
Proyectos, modelados por el tiempo,
de razas intermedias;
principios sutilísimos, que oscilan
entre la forma errante y la materia;
Voces que llaman, que interrogan siempre,
sin encontrar respuesta;
palabras de un idioma indefinible
que no han hablado las humanas lenguas;
Acordes que, al brotar, rompen el arpa,
y en los aires revientan
estridentes, sin ritmo, como notas
de mil puntos diversos que se encuentran,
Y se abrazan en vano sin fundirse,
y hasta esa misma repulsión ingénita,
forma armonía, pero rara, absurda;
música indescriptible, pero inmensa;
Rumor de silenciosas muchedumbres;
tumu1tos que se alejan…
todo se agita, en ronda atropellada,
en esta oscuridad que nos rodea;
Todo asalta en tropel al pensamiento,
que en su seno penetra
a hacer inteligible lo confuso,
a refrenar lo que huye y se rebela;
A consagrar, del ritmo y del sonido,
la unión que viva eterna;
la del dolor y el alma con la línea;
de la palabra virgen con la idea;
Todo brota en tropel, al levantarse
la ponderosa piedra,
como bandada de aves que, chirriando,
brota del fondo de profunda cueva;
Nube con vida que, cobrando formas
variables y quiméricas,
se contrae, se alarga, y se resuelve,
por sí misma empujada en las tinieblas.
Y así cuajó en mi mente, obedeciendo
a una atracción secreta,
y entre risas, y llantos, y alaridos,
se alzó la sombra de la raza muerta;
De aquella raza que pasó, desnuda
y errante, por mi tierra,
como el eco de un ruego no escuchado
que, camino del cielo, el viento lleva.
IV
Tipo soñado, sobre el haz surgido
de la infinita niebla;
ensueño de una noche sin aurora,
flor que una tumba alimentó en sus grietas:
Cuando veo tu imagen impalpable
encarnar nuestra América,
y fundirse en la estrofa transparente,
darle su vida, y palpitar en ella;
Cuando creo formar el desposorio
de tu ignorada esencia
con esa forma virgen, que los genios
para su amor o su dolor encuentran;
Cuando creo infundirte, con mi vida,
el ser de la epopeya,
y legarte a mi patria y a mi gloria,
grande como mi amor y mi impotencia,
El más débil contacto de las formas
desvanece tu huella,
como al contacto de la luz, se apaga
el brillo sin calor de las luciérnagas.
Pero te vi. Flotabas en lo oscuro,
como un jirón de niebla;
afluían a ti, buscando vida,
como a su centro acuden las moléculas,
Líneas, colores, notas de un acorde
disperso, que frenéticas
se buscaban en ti; palpitaciones
que en ti buscaban corazón y arterias;
Miradas que luchaban en tus ojos
por imprimir su huella,
y lágrimas, y anhelos, y esperanzas,
que en tu alma reclamaban existencia;
Todo lo de la raza: lo inaudito,
lo que el tiempo dispersa,
y no cabe en la forma limitada,
y hace estallar la estrofa que lo encierra.
Ha quedado en mi espíritu tu sombra,
como en los ojos quedan
los puntos negros, de contornos ígneos,
que deja en ellos una lumbre intensa….
¡Ah! no, no pasarás, como la nube
que el agua inmóvil en su faz refleja;
como esos sueños de la media noche
que a la mañana ya no se recuerdan;
Yo te ofrezco, ¡oh ensueño de mis días!
La vida de mis cantos,
que en la tierra vivirán más que yo…: ¡Palpita y anda,
forma imposible de la estirpe muerta!
(Del Canto segundo del Libro primero)
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IX
Cayó la flor al río.
Se ha marchitado, ha muerto.
Ha brotado, en las grietas del sepulcro,
un lirio amarillento.
La madre ya ha sentido
mucho frío en los huesos;
La madre tiene, en torno de los ojos,
amoratado cerco;
Y en el alma la angustia,
y el temblor en los miembros,
y en los brazos el niño, que sonríe,
y en los labios el ruego.
Duerme hijo mío. Mira: entre las ramas
está dormido el viento;
el tigre en el flotante camalote,
y en el nido los pájaros pequeños…
¿Sentís la risa? Caracé, el cacique
ha vuelto ebrio, muy ebrio.
Su esclava estaba pálida, muy pálida…
Hijo y madre ya duermen los dos sueños.
Los párpados del niño se cerraban.
Las sonrisas entre ellos
asomaban apenas, como asoman
las últimas estrellas a lo lejos.
Los párpados caían de la madre,
que, con esfuerzo lento,
pugnaba en vano porque no llegaran
de su pupila al agrandado hueco.
Pugnaba por mirar el indio niño
una vez más al menos;
pero el niño, para ella, poco a poco,
en un nimbo sutil se iba perdiendo.
Parecía alejarse, desprenderse,
resbalar de sus brazos, y, por verlo,
las pupilas inertes de la madre
se dilataban en supremo esfuerzo.
X
Duerme hijo mío. Mira, entre las ramas
está dormido el viento;
el tigre en el flotante camalote,
y en el nido los pájaros pequeños;
hasta en el valle
duermen los ecos.
Duerme. Si al despertar no me encontraras,
yo te hablaré a lo lejos;
una aurora sin sol vendrá a dejarte
entre los labios mi invisible beso;
duerme; me llaman,
concilia el sueño.
Yo formaré crepúsculos azules
para flotar en ellos:
para infundir en tu alma solitaria
la tristeza más dulce de los cielos;
así tu llanto
no será acerbo.
Yo ampararé de aladas melodías
los sauces y los ceibos,
y enseñaré a los pájaros dormidos
a repetir mis cánticos maternos…
El niño duerme,
duerme sonriendo.
La madre lo estrechó; dejó en su frente
una lágrima inmensa, en ella un beso,
y se acostó a morir. Lloró la selva,
y, al entreabrirse, sonreía el cielo.
(Del Canto Sexto del Libro Tercero)
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IX
Por allá, entre los árboles,
apareció un momento
Tabaré, conduciendo a la española,
y en la espesura se internó de nuevo.
De Blanca se escuchaban
los débiles lamentos;
aun vierte, sobre el hombro del charrúa,
el llanto aquel que reventó en su pecho.
El indio va callado,
sigue, sigue corriendo,
siempre empujado por la fuerza aquella
que sacudió sus ateridos miembros.
Va insensible, agobiado,
y en dirección al pueblo;
siempre dejando, de su sangre fría,
las gotas que aun le quedan, en suelo.
Grito de rabia y júbilo
lanzó Gonzalo al verlo,
y, como empuja el arco a la saeta,
de su ciega pasión lo empujó el vértigo.
Los ruidos de su arnés y de sus armas,
al chocar con los árboles, se oyeron
internarse saltando entre las breñas,
y despertando los dormidos ecos.
Han seguido al hidalgo
el monje y los soldados. Allá adentro
se va apagando el ruido de sus pasos;
el aire está y los árboles suspensos
Un grito sofocado
resuena a poco tiempo;
tras él, clamores de dolor y angustia
turban del bosque el funeral silencio…
X
¡Cayó la flor al río!
Los temblorosos círculos concéntricos
balancearon los verdes camalotes,
y, entre los brazos del juncal, murieron.
Las grietas del sepulcro
engendraron un lirio amarillento.
Tuvo el perfume de la flor caída,
su misma extrema palidez… ¡Han muerto!
Así el himno cantaban
los desmayados ecos;
así lloraba el uruti en las ceibas,
y se quejaba en el sauzal el viento.
XI
Cuando al fondo del soto
el anciano llegó con los guerreros,
Tabaré, con el pecho atravesado,
yacía inmóvil, en su sangre envuelto.
La espada del hidalgo
goteaba sangre que regaba el suelo;
Blanca lanzaba clamorosos gritos…
Tabaré no se oía… Del aliento
de su vida quedaba
un estertor apenas, que sus miembros
extendidos en tierra recorría,
y que en breve cesó… Pálido, trémulo,
inmóvil, don Gonzalo,
que aun oprimía el sanguinoso acero,
miraba a Blanca, que, poblando el aire
de gritos de dolor, contra su seno
estrechaba al charrúa,
que dulce la miró, pero de nuevo
tristemente cerró, para no abrirlos,
los apagados ojos en silencio.
El indio oyó su nombre
al derrumbarse en el instante eterno.
Blanca, desde la tierra, lo llamaba;
lo llamaba, por fin, pero de lejos…
Ya Tabaré, a los hombres,
ese postrer ensueño
no contará jamás… Está callado,
callado para siempre, como el tiempo,
como su raza,
como el desierto,
como tumba que el muerto ha abandonado:
¡Boca sin lengua, eternidad sin cielo!
XII
Ahogada por las sombras,
la tarde va a morir. Vagos lamentos
vienen, de los lejanos horizontes,
a estrecharse en el aire entre los ceibos.
Espíritus errantes e invisibles,
desde los cuatro vientos,
desde el mar y las sierras, han venido
con la suprema queja del desierto:
con la voz de los llanos y corrientes,
de los bosques inmensos,
de las dulces colinas uruguayas,
en que una raza dispersó sus huesos;
voz de un mundo vacío que resuena;
raro acorde, compuesto
de lejanos cantares o tumultos,
de alaridos, y lágrimas, y ruegos.
El sol entre los árboles
ha dejado su adiós más lastimero,
triste como la última mirada
de una virgen que fuere sonriendo.
Cuelgan, entre los árboles del bosque,
largos crespones negros;
cuelgan, entre los árboles, las sombras,
que, como ayes informes, van cayendo.
Cuelgan, entre los árboles del bosque,
tules amarillentos;
cuelgan, entre los árboles, los últimos
lampos de luz, como sudarios trémulos.
La luz y las tinieblas, en los aires,
batallan un momento;
extraña y negra forma cobra el bosque…
La noche sin aurora está en su seno.
Y, cual se oyen gotear, tras de la lluvia,
después que cesa el viento,
las empapadas ramas de los árboles,
o los mojados techos,
brotan del bosque, en que el callado grupo
está en la densa obscuridad envuelto,
ya un metálico golpe en la armadura
capitán o de un arcabucero;
ya un sollozo de Blanca, aun abrazada
de Tabaré con el inmóvil cuerpo,
o una palabra, trémula y solemne,
de la oración del monje por los muertos.