Poesía española

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Dikt Salmo del fuego

Noche muy negra. Un paso: la cañada
defendida por ásperos pretiles.
Abajo, la planada;
arriba, envuelto entre la sombra helada,
el enorme talud de los cantiles.
Ni follaje, ni abrigo que proteja
al viajero perdido de la negrura;
que hace cientos de años, tal vez miles,
bajaron, irruyendo la llanura,
los árboles cerriles.

Ni un hueco entre las rocas que no yerme
el frío boreal, y hay un reposo
en las cosas, tan lóbrego y medroso,
que hasta el silencio duerme.
Y a medida que avanza
la noche y crece el frío,
más se hunde la mirada en el vacío
de una entenebrecida lontananza.

Nunca, como ateridos y agobiados,
en la noche cerrada inmensamente,
sin un solo eco que a la voz responda
y en medio de los páramos, se siente
desolación tan honda.
A través se la rígida maleza
se encoje el corazón, se hunde la frente
y se ahoga el espíritu doliente,
náufrago entre la noche y la tristeza.

Mas, cuando ya cansado
continua el viajero
remontando el sendero
tan dolorosamente prolongado,
ciego, desesperado,
por la montaña dura
y sólo abandonándose al instinto
de la cabalgadura;
cuando la carne punzan y desgarran
cactus y espinos por la escarcha tiesos
y la helada brutal sus estiletes
sibilante y sutil hinca en los huesos;
si entonces aparece de improviso
allá, sobre la negra cordillera,
el rojo pincelazo de una hoguera,
cuya luz junta, como ardiente broche,
el velo del abismo al de la noche…
¡Oh, qué explosión de calma
tan misericordiosa!
¡Cómo el anhelo en esa luz reposa
y que inmensa alegría para el alma!

El camino aún es largo
y la luz aún incierta resplandece,
pero se ensancha el ánimo y parece
que las sombras sacuden su letargo.
La distancia decrece,
y aunque la cuesta bronca y empinada
está resbaladiza por la helada,
el recio casco en el peñón se aferra
cuando surge la roja llamarada
en un brusco repliegue de la sierra.

Ya en la cuenca del monte
por la piadosa hoguera calentada,
se columbra el albergue rocalloso
donde ha encontrado el montañés reposo,
como si fuese el amo de la tierra.
Se destacan al pie de los cantiles,
do crepita, ardiendo, los tizones,
de piedras y troncones
los trémulos perfiles,
y en las venas se siente
la sangre circular a borbotones,
aceleradamente.
Un paso más, la inmensa lontananza
tuvo límite al fin, ¡y Dios es bueno!
Ha entrado ya el espíritu en el pleno
triunfo de la esperanza.

El fatigado espíritu se alivia
y un sopor de los miembros se apodera.
¡Qué caricia tan tibia
la de esa alegre y coruscante hoguera!
¿Qué descanso, qué sueño
más dulce y regalado
que el de ese montañés que duerme al lado,
la cabeza rendida sobre un leño
y el pabellón del cielo por techado?…
En él y cerca de él, ¡oh caminante!,
sin que ahora sospeche tu compaña,
tienes para tus penas un amigo
en ese fuego, salvador abrigo
y un inmenso palacio: la montaña.
A descansar. ¡Qué blando
es el lecho de tierra endurecida:
qué abandono tan grato de la vida,
qué desprecio del No durable mando!

Calma. Silencio. En derredor, penumbra.
Fuera del cerco que la llama alumbra
y que el calor defiende,
el frío, un frío cortador que hiende
la corteza durísima del roble
reseco ya, pero en la cumbre inmoble.
Y en tanto que se extiende
por la callada bóveda del cielo
adamantino velo,
y vibra sobre aquellas
soledades que inunda
azul, azul diafanidad profunda,
el divino temblor de las estrellas,
parece que del fondo
de todas las tinieblas y las cimas
se eleva hasta las cumbres misteriosas,
donde llamea ignipotentemente
la eterna zarza ardiente,
el gran clamor del alma de las cosas.

Pasa la noche. Ya la madrugada
fortalecido encuentra al caminante
que a aprender se apercibe la jornada
por llanuras y montes, siempre errante.
Mas al dejar el cálido rescoldo,
el sol glorioso y santo,
desde su augusta excelsitud lo envuelve
en su llama inmortal, como en un manto;
y desde el más profundo
abismo del dolor y la congoja,
el hombre se sublima, a Dios alaba
y exúltase en un canto, como arroja
so onda el torrente o el volcán su lava:

«Señor: divino fuego,
tú eres misericordia, yo soy ruego.

«De inextinguible luz eterno faro,
yo soy desolación, tú eres amparo.

«Porque en la sombra del misterio brillas,
la creación te canta de rodillas.

«Porque en la urente llama
diste poder de confortar al hombre,
mi corazón te ama
y besa hasta las letras de tu nombre.

«Porque en la soledad prestas abrigo,
y calor, y consuelo, te bendigo;
y porque hiciste el sol del fuego y oro,
¡oh Señor!, yo te adoro.

«Yo te adoro, Señor. Débil y triste
soy, pero no si tu poder me asiste.
Para luchar con épico ardimiento,
hay que fortalecer en tu alabanza
lo mismo el corazón que el pensamiento.
¡No se llega a las cimas sin aliento
ni a ti sin esperanza!»



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Dikt Salmo del fuego - Manuel José Othón