Dikt Rimbaud en abisinia
Después que el amor contranatura le dejase una herida negra y supurante,
Y que el castillo del alba
Se derrumbase con el rayo de la tormenta;
Que la torre de Notre Dame, cayera sobre su cabeza rompiéndole los sueños,
Tres costillas y un par de poemas.
Después de haber bebido el ponzoñoso brebaje de las flores del mal
Regadas en el jardín de la noche
Por Monsieur Baudelaire;
Y haber asistido a la trepanación
En la cabeza de un cadáver exquisito
Que embriagado de verde ajenjo
Se había ahogado en las aguas del Sena…
El muchacho de Charleville
(Carne de lujuria en la comuna)
El del coeur supplicié.
El muchacho del corazón atormentado y pisoteado por la soldadesca rebelde de la Comuna de París.
Quiso ver el sol
Y las estrellas y dormir a la plein etoile sobre las dunas del desierto.
«Yo regresaré con miembros de hierro, el rostro sombrío, la mirada furiosa,
Sobre mi rostro una máscara, me creerán de una raza fuerte. Tendré oro…»
Después de haber arrastrado a Verlaine su poeta protector hasta las puertas del averno
y que este con gesto de amante furioso le disparase hiriéndole en la mano…
Después de haber veraneado una «Season en le enfer» …
De haber visto los rituales fabriles que cubrían de hollín los rostros de los niños ingleses;
de ganarse el pan de la miseria con todo tipo de oficios portuarios y de bruma;
Y haber conversado con Lucifer, el ángel caído,
Sobre su rebeldía iconoclasta.
Después de que su formula mágica no funcionara y que el atanor alquímico solo le devolviese una arenilla negra,
Sin brillo. Que el esperado Rebis solo fuese una pequeña fiera,
(homúnculo con cara de tigre) que comenzaba a tomar alas en el centro de su alma.
Después de haber fumado un centenar de porros de hachís y embriagarse de absenta,
Hasta sentir en su hígado duendes con cuchillos apuñaleándole.
Después de vomitar en las calles de París y ver la cara pálida y
ulcerada de las prostitutas de la rue Campagne-Première y del hotel de Cluny.
Después de atravesar a pie los Alpes
En medio de una tormenta
para llegar a Génova,…
El señor de las semillas del viento,
El señor del barco ebrio
Quiso ver el sol y quedarse ciego
Como un chaman del norte de África.
Así que se fue tras el camino de los maleantes enlutados
Con su carabina al hombro.
Nunca dejó de sentir cierto éxtasis por aquellos paisajes de lava rocosa y mares de sal.
Se refugió en Harar la ciudad de barro rojo y piedras blancas. La ciudad del fuego de Abisinia.
Entonces vio que todo el mundo estaba ocupado en traficar con armas,
Luego con marfil.
¿Pensó en algún libro brillante. En alguna prosa magistral,…
En la cadencia musical de algún alejandrino
O un endecasílabo,
O simplemente
En la palabra poderosa de la muerte
Que flotaba como una presencia extraña
sobre un lago negro?.
A lo mejor, solo sentía el abanicar del viento sobre su torso desnudo y
flotaba como un fantasma del oasis con sus pies helados sobre el agua.
«Es el silencio del desierto, lo único que llena mi soledad.
La misteriosa mujer de cara pálida teje una falda negra. ¿Será mi mortaja?.
He intentado que aprenda un poco de francés. ¿Pero para qué?…
Para qué quiero que Asha hable esa lengua de miserables y piojosos tenderos
y burgueses de camisas blancas y sombreros de copa. Será mejor dejarla que
teja en silencio mi mortaja, mientras afuera de las murallas de barro y piedra de la ciudad de Harar,
las hienas cantan con risas de hielo luminoso, bajo una luna de metal ulcerado.»
Poco se sabe.
Solo leyendas,… muchos rumores,
Algunas cartas a su hermana Isabelle en Francia.
Andaba con sus ojos azules y claros,
Y su mechones rubios y velados, mirando más allá de la gente, de los esclavos, de los animales.
Se acostaba con mujeres que le llevaban otros mercaderes o los traficantes de marfil,
los comerciantes de café, los negociantes de almizcle..
Una de ellas tenía una pústula de negro hollín detrás de la oreja y claro esta,
no se le notaba. Dicen que fue eso,…
Pero yo creo, que ya estaba envenenado desde Francia.
Se dijo, no volveré escribir…
La literatura, una noche se le presentó
Como una princesa árabe de las mil y una noches…
Después amaneció ahogada, flotando con una cuchillada en el pecho,
sobre un charco de lodo rojo. No hubo flores, solo espinas y cardos secos.
Ofelia ultrajada por el mago rudo. El poeta del silencio.
Entonces comenzó el problema de la pierna
Y los dolores; veía aparecer demonios creolés con acentos yorubas que le asaltaban en las noches.
Fue donde un brujo que le administró un poderosos narcótico,
Las hienas le despertaban en mitad de sus fiebres con sus cantos aterradores.
Un médico del ejercito egipcio le dijo, que esa hinchazón de la rodilla derecha le estaba matando,
Por último
Regresó a Francia por el puerto de Marsella
En donde le amputaron la pierna, en el hospital «De La Inmaculada Concepción».
-Ese embriagado duende, en tu sangre prisionero, que envenenaba tu mirada,
te mordía los huesos y te paralizaba las alas…-
«He regresado de Charleville, pensaba curarme de la pierna pero veo que es inútil,
ahora que no la tengo, es más pesada que un fardo de patatas.
Estoy en el puerto de Marsella otra vez en el hospital de «La Inmaculada Concepción»,
al fondo el mar azul intenso y los barcos que zarpan, que se alejan. Anoche estuvo aquí,
lo se; sentí su mano fría y delicada y su beso de fosa negra… Es el final.»
El jardinero de las flores de las flores del mal,
Que había comido las semillas del fuego,
Y contagiado de poesía
El territorio de la bohemia lunfarda de Mont Parnase.
Que se enroló en la legión extranjera para desertar
Cuando le dijeron que tenía que matar nativos javaneses y de Sumatra.
Que traficó con almas negras y marfil
Como demonio blanco,
Para terminar entregando toda su fortuna, a las plañideras y
a las viudas preñadas de un amigo traficante al que habían matado los temerarios Danakil
(los hombres de la piel de arcilla) en los desiertos de Abisinia.
Se fue con una sola pierna
Dicen que fue un lobo negro de ojos rojos, el que le enseño su camino…
«Isabelle, querida hermana haré las pases con Dios, pero ya me siento condenado,
Será solo una formalidad más…»
Nadie perdonaría su exilio,
Ni siquiera su gloria parisina
Le había seducido para volver a escribir.
¡Qué desperdicio!… dijeron unos
¡Qué insensatez!… dijeron lo demás
¡Pobre hombre!… dijeron en coro las musas de los salones capitalinos.
Y él, con su amarga mordida de cat tagle
Espumeando en sus mandíbulas
Y su mueca de desprecio sobre el rostro broncíneo,
Cerca de la hoguera con ramas secas.
Mis queridas cocottes,
Mis queridos poetas parnasianos y simbolistas de corbatincitos de seda roja y zapatitos de charol…
Monsieur
Arthur Rimbaud está pasando una merecidas vacaciones
A dos mil quinientos grados centígrados…
¡Haciendo sonar, no su lira,
Sino aporreando un clavicordio con teclas de obsidiana…
Y haciendo estallar su carabina belga,
En las cálidas instalaciones del averno!