Dikt Claroscuro
I
El duro pan de soledad
El zarpazo del tigre agazapado en la noche
El invisible en el día,
La sed del infinito que se agota
En el infierno del desierto,
La sangre coagulada vuelta
A sus orígenes, el sudor y el miedo
Y el cansancio que el trivial comercio
Con la efímera eternidad del verbo
Se hacen oscuras obsesiones,
El yo condenado a sabiendas y el cobre de la
Campana del crepúsculo
Que llama a reunión de vivos y de muertos
Y qué harás hoy sombra de sombras
Que finges no conversar con las augustas
Sombras de los muertos
Tú que sigues el camino que termina
En el corrupto círculo que se repite
una y otra vez una y otra vez
«vox clamantis in deserto» y la campana
llamando al ángelus y la madre
traslúcida mirando desde la luna
la soledad donde se acunan las mortales
caricias de los sueños sigue sin embargo
sigue muriendo que en tu principio esta tu fin
aunque aquí no existan ni principio
ni fin sino la corrupción que los segundos
preparan en silencio para que el círculo
se cierre y nada como el alud de las montañas
se cierne sobre ti.
Difícil despertar, difícil entrar a la casa de
Las sombras donde los ángeles
Son los daimones que la obra puso
Para verter en ella el veneno que
El tímpano y los ojos la atávica memoria,
el gusto de la luz y todo aquello
Que extraviado está, hagan del duro pan
errancia del nonato, los dientes del vampiro
que lucen marfilíneos a la luz de las aguas.
II
Ahora que el camino es uno solo para muertos y vivos
Ahora, ahora, el asalto fatal
Pesa sobre las almas como el viento
Y la peste, como el beso y la llaga,
Que ignoran los que muriendo sueñan
Con la vida, enamorados del crepúsculo,
Enamorados de las hojas del verano.
III
Una rata en la nívea ingle de Jesús,
Un linchamiento en la esquina de París
Para Villón, un silencio cargado de presagios
Para el frágil Lenau, el duelo interminable de la suerte
Para quien lo ha perdido todo y ha muerto mil veces como Rembrandt van Jin,
dos tiros súbitos para Kleist y su amante Retrato, la buhardilla y la vejez,
el tartajeo de Holderlin,
Rabia, solitud, rayos, centellas para el último Dios
Que canta al universo y se llama Beethoven,
El si roto por demasiada luz de Nietszche,
Trino y uno demente Artaud y el tiro de Celan,
Espejos para mis manos y mi boca y el duro pan
De la agonía de ser el don, lo que se da,
El pez y el tiempo, el tiempo, el duro pan
Que los demonios han puesto en mi camino,
El lecho, la guillotina, la sangre convertida
En camino hacia un balbuceante abandonado
Niño en mitad de un jardín que nos conduciría
Al infierno de la vejez y el abandono.
IV
Cuando, cuando, madre, vendrás a mí
En luminosas mañanas
De praderas incendiadas por gritos
de monos y balidos de terneros
tempranamente destetados como yo,
tu Ángel deyecto aquí, en ésta tierra
de nadie, baldía de deseos y de imágenes,
cómo no ser aquellas, fuera del tiempo,
murmurando, murmurios de suiriries
en los esteros que se devoran las temblorosas
ancas, los jadeantes belfos de los caballos
Ensillados para partir hacia auroras de oro.
Y las noches, a las noches madre, las abiertas
Madres cubiertas por las ubres de luz
Que titilan aquí en el alma, aún, fuera del tiempo,
Fuera de la incuria y la penuria de lo
Que nos devora penosamente como Cronos
A sus hijos, madre terrena, madre que nos levantas
Sobre la aurora y cuidas el torrente de la sangre
Que aún fluye, lentamente, lentamente,
Por las arterias donde el manantial ya seco
Se abandona a la muerte de la vida,
A la vida de la muerte que nos abría
Túneles, pasadizos radiantes, puertas de centelleantes
Cuerpos, manos, labios y grafías, cuando
Comenzábamos a partir en búsqueda de un
Absoluto que hoy, madre, es seca mar,
Salina de los ojos, y espera, espera, espera,
De un milagro, del prometido adviento,
Ya cerrado, ya amurado, y nosotros los presos
De aquellos luminosos jardines
Que fueron nuestros y sobre los que ahora
se cierne, sólo el desierto, sólo el desierto.
V
Y esperamos la muerte, ahora que dialogamos
Asiduamente con la muerte
Llevando la corona de los muertos
En la cruz del calvario del deseo de la vida,
-de Eterna vida y gozo eterno – nosotros, crucificados
por la palabra y en la palabra amor
secos como la mar de muertos dioses-,
fieles al designio de aquellos que se mueven
en nosotros, sigilosos, custodiando las horas
y los días que asignados nos llegan a nosotros
que seremos tasados como objetos
de un mercado macabro; cuánto cuesta la Eternidad
y la corona de aquel que agonizaba por el hombre?
Cuánto la locura que Zaratustra vertió en sus salmos
O las mudas cuerdas del piano de Holderlin,
La cuerda de Villón, el tiro con que Van Gogh
Saldó su deuda con el arte, el derrumbe de Poé,
La soledad de un niño triste agonizante
y solo en las perdidas «Iluminaciones» de un
interminable viaje, cuánto, cuánto, mercaderes
de llagas y luminosas mañanas, fariseos del templo
que conduce deste mundo al quiebre de otros
paralelos que nos conducen a ser más hombres,
a ser intasables por los contadores de los frutos
del espíritu donde la abeja, la reina del Estío,
continúa libando más acá de la muerte, más allá de la vida.
Del libro inédito: Claroscuro