Dikt La luz de otro modo
I
Cuando tenía ocho años,
yo ya había sufrido mucho,
Aunque no siempre lo supiera.
El río de la luz que me acercaba el mundo
Se fue secando lentamente.
Recuerdo que una tarde al levantarme
De la forzada siesta
-ni mi hermana ni yo queríamos dormirla –
Al abrir la ventana
El sol me aproximó su encendimiento,
Que se volvía lluvia sobre la piel,
Acompañado por el sonido rojo
E infatigable
De las cigarras;
Pero la luz ¡qué cosa extraña!
Era una débil vela en mi retina.
Tal vez alguien pensó en vista
De mi próximo cumpleaños,
En regalarme una luz pequeña
Que yo pudiera apagar de un soplo,
Y no le di más importancia al hecho.
Acaso fuera una broma de mis padres
O una pequeña travesura de mi hermana menor,
Quien gustaba de abrir las muñecas
Y las lámparas
En busca
De su interruptor vital.
II
Pero los días siguieron soleados y la luz,
Ya cansada por lo visto,
De jugar conmigo al escondite,
Se encerró en algún armario que yo no conocía,
Dispuesta a no salir, aunque la convocasen Amenuzume
Con su danza joyante entre los árboles,
Los médicos más hábiles o los objetos
Que me querían porque me conocían.
Cuando me convencí de que ya no debía esperarla
Me inventé una luz diferente
Hecha de los retales más finos de la memoria,
Del olor tostado y ocre de los arrozales,
La música del viento entre las cañas,
Con un ritmo 6/8
O la monodia misteriosa y anacrónica
Del sereno que, en mitad de la noche,
Cantaba las horas y el estado del cielo.
Este hombre-reloj de voz tranquila y fuerte,
Todavía me trae las nubes
O la claridad de las estrellas
A mis sueños actuales.
Aquella luz reciente fabricada por mí
Con la química pura que mi padre aplicaba
En la fabricación del jabón
Me hubiera bastado si el mundo no fuera
Ese lugar ancho y ajeno
Donde el caucho de la belleza
Da su forma a neumáticos de velocidad
Y de atropello.
Pero a pesar de todo,
A mis ocho años,
El mundo todavía era abarcable con mis manos.
Y fue en la casa de mi abuela, en la que nací,
Donde me enamoré por vez primera.
Ella tenía ocho años también,
Se llamaba Isabel y no era rubia
Y, menos aún, francesa.
Después de tanto tiempo, me resulta imposible
Reconstruir el timbre de su voz;
De lo que estoy seguro, pese a la estratificación del olvido,
Es que la voz de Isabel era verde.
Mi timidez se evaporaba en su presencia,
Pues era una niña acostumbrada a programar los juegos
Y las triviales ceremonias de la vida.
Recuerdo su obsesión dulcísima de cepillarnos los dientes,
Rito aprendido, seguramente,
De alguna estrella de la pantalla
En esos cines de barrio de sesión infinita
Y olores poco gratos.
Mi arte de seducción consistía, sobre todo,
En hacerle cosquillas,
Que ella rechazaba y, a la vez provocaba,
Dándose aires de chica mayor.
Yo nunca la besé porque ignoraba,
Como los japoneses, la existencia del beso.
III
Pero una tarde exenta de la gravitación del tiempo,
En un balcón florido de Ruzafa
-que siglos antes había sido arboleda
Con pájaros que gorjeaban árabe –
Nos sentamos muy juntos tú y yo
En una misma silla,
Y mientras mi mano se posaba en tu talle
Vi cómo mi tacto se iluminaba
Y, desde entonces, aprendí
A llamarle Isabel a la luz.