Dikt Tratado de la noche
Ahora debía
yo también
comerme una manzana,
si hubiera estado
a solas conmigo mismo,
visto ya
lo que no debía verse,
esto y aquello
oculto durante años,
y nada fue
tan sobrio,
pero seguía siendo oscuro.
El patio asolado,
el ave
en el ventanuco.
Ninguna desesperación.
Ningún
canturreo agónico.
Sólo
la lenta letanía
y el infinito fin.
Que alguien
reclame lo que fue
devuelto.
Alguien ya sin odio,
sin gesto.
Selva sin espesura.
Y diga: Ah, Ossip, querido
así que tú
también querías una
segunda
oportunidad?
entre dos trenes veloces.
El ojo se desplaza
como una oscura nube.
No hay noche.
El mediodía
neurótico
ancla en lo mejor de las cícladas
como un brazo retorcido.
Una música renuente.
Nada canta.
Hay un olor seco.
Un goteo sin pasto.
Lo sordo
y lo sórdido
nunca han estado tan cerca.
Abandona ese espejo – dice la cabeza
al ojo coriáceo
como un huevo.
Ojo sin lucha.
Si el cerebro silbara
abandonado,
con células de polvo,
yo también dejaría el viejo
y alucinante
cuarto de baño,
el cadáver de hilo,
la absurda peluca
machacada
de cóncavo reflejo.
Es la llamada a lo lejos,
indescifrable
y el aún más incomprensible
movimiento.
Iteración y ayuda. El ojo
que llega tarde
y es golpe de sangre,
borroso cuadrado,
ausencia, perfil.
La voz a contracorriente
de la poesía.
Caliente
como la mirada
del que va a morir.
En la risa, oír
la imposibilidad
de la risa.
En la poesía,
la no poesía.
Sentirla
en el canto rabioso.
El corazón oscuro
en la palpitación
adolescente.
El infuturo
sonido de agua
de los pasos elásticos,
como señales
en la calle en plena
luz del día.
Asomo la cabeza y veo
cabezas repetidas.
Mil cabezas otras
en mi propia cabeza.
Cabezas borradoras.
Altas cabezas
de mudo cartón,
y el
centro
resonante y
ausente.
Mi rostro comido
como la vieja manzana.
Ávida
mente masticado
entre dos trenes veloces.
El frío detenerse
de las torres.
La vibración
obscena
de los túneles.
El sueño sin origen
de las campanas.
Todo se encierra en la mano
que abarca el ojo.
La madrugada
retrocede.
La intensidad
del silencio
borra el pelo y los ojos,
la lenta cacería,
los signos urbanos.
La historia se revela
como no transcurso.
A un lado,
como una fórmula,
fluyo.
Soy tu boca,
la promesa no dicha.
Lo que cae
sin acaecimiento,
sin mudez ni obra,
sin cólera, sin dubito.
El ojo
del paseante,
ojo sin amor,
cae
como una barbilla.
No hay persecución.
Sólo
risa quejumbrosa,
sordo golpeteo.
Las farolas histéricas
estridulan como serpentines
al paso del oro.
Cien trenes en la noche
subdividen el ojo
furioso
del perro,
su odio aprendido,
su estéril
innoble bamboleo.
La adolescente de pesadas
piernas, de rítmico
antirritmo, de pausado
paso de glándulas dormidas,
recorre interminables calles invisibles
como un espíritu despertado
por un ansia
imposible de recordar,
isla del deseo en el fractáneo
mar concéntrico de leche
que no devuelve ni gira,
no desplaza ni ondula,
pálido e incesante como el odio.
Huérfana de toda señal,
la cabeza
congenia con el pasto
cívico que anula
la mirada, y sentencia
todo sueño.
Volver en tren
cuando todo está muerto.
Muerta
la escritura, y la mano
que entrevió
el dudoso
yo, la conciencia
que adivinó, y el ascua
mojada ya, y con un
esfuerzo
sobre
humano,
vecino del oficio
del clown,
jugó a tocar el mohoso
pero instantáneo, insoslayable
filo, y entonces
en esa
muerte común,
en ese
fasto o prodigio
del útero imparcial,
ver, no poder
dejar de ver, con
asentimiento lúcido,
con perfecto
equilibrio entre
perceptio y pathos,
el infinito camino pedregoso,
la boca
palpitando en la arena,
el alto
muro de juegos ajeno
al forcejeo erudito,
a la trama del fuego.
El ojo absorto en el ojo,
ojo-sol, ojo-saludo,
y el sonido
¿último?
de la tecla polvorienta.
El vigor que
cae
(o se anula)
en un vasto silencio
hecho
de rostros hinchados,
la manzana, arriba
como un
imposible
sol, y la
negra luz entrando
como un río en el túnel
del tren dentro del túnel
de la
noche,
mientras se eleva
como una
infinita
risa
sin rostro
el aullido incesante.