Dikt Lector de espejismos
Mi palabra ha tenido que ser visceral. La muerte tiene tu rostro, lector de espejismos,
Y la vida es la sombra de un país sicario del futuro. Nada quiero decir que no valga la pena,
Pero mi vida y mi país son la pena: dios inquisidor, asesino de la alegría.
No me refiero al libro de lujo, sino a Vallejo, a sus magistrados y sus Otilias.
Mi acento ha tenido que ser oscuro. La insanidad ha sido mi fuego purificador,
La locura un mínimo paraíso, y la poesía el ente vivo que psiquiatra alivia.
Lo demás es literatura, carpintería: la noche que da a luz a sus criaturas,
El mar que en el oído le dice al hombre que la vida es otra,
La mujer de cuyos ojos brota toda el agua del universo. Alguna vez, lapidado por los sueños,
Dije: «Entre la vida y la muerte elijo el poema», y ahora,
Cuando las olas nocturnas del abandonado ahogan las penas, digo que ya nada me basta,
Que nada me transforma. La poesía – fotosíntesis del tiempo, agua del crucificado,
Espejo del absoluto – se ha vuelto en la fría, fútil sombra de este pesado camino.
Mis venas han tenido que ser exangües, yo no sé si vivo o es la sombra de la luz la que me engaña;
Entre bellas mentiras y salarios mínimos se va el podrido, ajeno tiempo que desprecio.
Habla, más que un perro de babas negras, un cordero blasfemo y pervertido,
Un náufrago imposible entre la sangre del calendario de mármol del frío.
Mi luz ha tenido que ser quemada, la luna es al loco lo que la poesía al poeta:
Ni uno de los dos tienen la culpa de su maldición.
En mi mente parpadea tenue y lenta la lumbre prístina de la razón, la más infiel de mis decisiones.
La lluvia penetre en mis huesos; la voluntad de dios es execrable,
La insanidad corre delirante en el lugar de la sangre,
La soledad es un poeta envenenándose de la gran mentira de la palabra,
La familia es la base de los inviernos y el frío amanecer del mundo prende fuego a mi harapienta,
Leprosa y perdida alma. Que otros le canten a la vida, yo rumoroso enojo a la muerte.
Que otros le dediquen numerosos versos a sus conquistas, yo me conformo con su morfina.
Que otros ocupen la poesía como llave al paraíso, yo la utilicé para refrescarme en el infierno.
Que otros se esmeren por lograr la inmortalidad, que otros diocesillos se rodeen de discípulos,
Que otros se masturben la crítica. Yo me cago en la palabra, porque ella, al final de todas las cuentas,
No ha podido contra mi fiebre. Por eso, entre otras maldiciones, mi palabra ha tenido que ser visceral,
Mi acento ha tenido que ser oscuro, exangües mis venas y quemada,
Como el agua de la enfermedad, la luz de mi razón.