Dikt Crónica del forastero (xv)
Ninguna ciudad es más grande que mis sueños.
Volveré al invierno del sur
cuando las raíces blanqueadas por la lluvia
muestren la calavera del tiempo
bajo el sorpresivo vuelo de carbón y nieve
de queltehues que no se cansan de pedir agua.
Pasado el Puente del Malleco
mi amigo me invita a comer de sus provisiones.
Hablamos con nuestros compañeros de banco:
un militar jubilado y un campesino de manta de Castilla.
Nos invitan a tomar pipeño.
Nos desafían a jugar brisca.
El tren se detiene.
Trazo un círculo en la ventanilla
borrando el aliento de la noche:
No hay estrellas.
Sólo un pobre nido de luces sobre una estación.
Alguien despierta y mira como si nunca hubiese viajado.
Atravieso el Bío-Bío y avanzan pueblos terrosos
que no me doy el trabajo de mirar.
Entrego mi pasaje al conductor.
Los vagones forman un largo cortejo.
En la madrugada entumecida de Chillán tomamos
café con aguardiente.
El sol del alba nos levanta los párpados cerca de Rancagua
(allí vimos una vez predicar al Cristo de Elqui).
El mismo ciego de la infancia sigue tocando su guitarra.
Se llega a la Estación Central perdido entre el gentío.
La ramazón de fierro retiene el eco de nuestros pasos
para mascullar oscuras Canciones.
Vagaré por las calles y sin querer me detendré frente
a una bodega.
Hay un libre olor a tierra tras la lluvia,
vuelvo al patio donde saludo la nubecilla enviada
por la última locomotora a vapor.