Dikt Dedicatoria
A mi hijo
Esto que tienes ante ti,
hijo mío, es España.
no podría decirte – y no puedo,
al menos con palabras –
cómo es su cuerpo duro,
cómo es su cara trágica,
cómo su azul cintura, extensamente
humedecida y agitada.
Su pecho, recio y de varón, respira
por las altas montañas;
la suave curvatura del regazo,
femenina se ensancha
hasta la soledad de las arenas
múltiples y doradas;
los brazos de sus ríos acumulan
venas que acercan las gargantas
oscuras o los verdes valles,
arrancando la tierra, acariciándola.
Esto que tienes, que tenemos
ahora mismo, es España.
Es mía porque puedo
celosamente amarla,
tocar su piel y estremecerme,
mirarme en ella fijo, cara a cara,
sentirme antiguo, envejecer con ella,
o nuevo cada día y estrenarla.
Es tuya porque puedo
con pasión entregártela,
porque me la he ganado sin fronteras;
sin tener que acotarla,
la he traído a mi voz cuando he querido,
como a una oveja que paciente aguarda
el silbo del pastor.
No hay quien le ponga
puertas, y yo te invito a traspasarlas.
Mira; aprende a mirar con ella, aprende
a acompañarte de ella, acompañándola.
Tierra de andar y comprobar despacio,
huidiza de tan delgada,
difícilmente bella de tan sobria,
fina y calladamente regalada;
tierra para escuchar como una música,
para no echársela a la espalda.
Cuando puedas, lo digo desde ahora,
lo escribo desde ahora, por si falta
un día en tus oídos
la fe de mi palabra,
cuando puedas, y tengas el pie firme,
y claro el corazón, y abierta el alma,
sal al camino, cíñete la ropa,
hijo mío, y ándala.
El sol se pone para todos. Mira;
ahora lo está ocultando el Guadarrama;
el cielo es como un ópalo, como una
precipitación nacarada;
quedan azules, negras, las tranquilas
honduras de estas navas
que encienden sucesivamente
el racimo esperado de sus casas.
Arriba, las estrellas aparecen
«sin prisas y sin pausas»;
se pierden, numerosos, los senderos
y en la penumbra se unen las montañas.
Gigantesca, se espuma «La Peñota»;
suave, «El Montón de Trigo» se destaca;
afila «Siete Picos» en la sombra
su aguda dentellada;
quiebra «La Maliciosa» bruscamente
su plomiza atalaya,
y allí, en su cascarón de ávida nieve,
se hunde Navacerrada.
Esto que ves, que tienes, que te entrego,
hijo mío, es España.
Digo y escribo, y puede más su nombre
que la mano y la voz. Es como un agua
que desborda este vaso de mi verso
donde quiero encerrarla.
Bebe, hijo mío, bebe; el trago es tuyo,
tuya es la herencia, tuya la privanza.
Sobradamente te dará en los días
su variedad multiplicada.
Tú podrás elegir, como el que hunde
sus manos en el cofre que guardara
un tesoro en el tiempo acumulado,
la joya deseada.
Deja un día a tus ojos que se pierdan
en la redonda vega de Granada;
junto al silencio de sus torres rojas,
oye las fuentes de la Alhambra;
mira Toledo enamorando al Tajo,
el fresco prado hacia la mar cantábrica,
el cielo por los arcos de Segovia,
Ávila en su quietud amurallada,
Sevilla entre jazmines una noche,
Burgos de piedra donde el Cid cabalga,
Cádiz como una nieve mar adentro,
balcón de Tarragona, luz de Málaga,
cúpulas de la nave aragonesa,
orillas de la Huelva aventurada,
minera Asturias con el verde cuello,
Córdoba entre arcangélica y romántica,
Alicante con palmas hacia oriente,
Valladolid con la oración tallada,
coronado León entre los puertos,
Zamora altiva, Huesca pirenaica,
Galicia que la mano de Dios hizo,
rosa sillar nacida en Salamanca,
campos para la flor de Extremadura
donde la encina sin cesar batalla,
Madrid desde el palacio a la pradera,
Barcelona de las Atarazanas,
Valencia de las puertas y los puentes,
Alava señorial, Cuenca encantada,
Bilbao de hierro, Soria junto al frío,
Jaén del olivar, Murcia hortelana,
lejanísimas islas de fortuna,
islas de claridad mediterránea…
¿Ves, hijo mío? El vaso se desborda;
deja a tus labios apurar la gracia.
Esta es mi herencia; puedes hacer uso
de ella y proclamarla.
Lo que te doy en buena hora
que en buena hora lo repartas.