Dikt El lazarillo
Mi abuelo estaba ciego.
¿Era noviembre…?
Pensaba yo en el árbol que él oía
en una contemplación desorbitada,
cuando alteraban los pájaros
las ramas chirriantes,
había sido árbol en su vida,
árbol en su juventud.
Salíamos siempre juntos.
«Sube», decía yo, al llegar a los escalones
del Arco de la Sangre…
Y luego: «Baja un poco». Era el bordillo
ya cerca de aquel banco de madera.
Él apenas hablaba.
Reñía con mi abuela por Don Carlos.
Mi abuela era navarra;
mi abuelo, liberal.
Cuando les escuchaba me parecía raro
que se casaran un día
y que llegaran a acostarse juntos
en aquella cama alta con hierros dorados,
para que pudiera nacer mi madre,
y luego yo…
Mi abuelo, para oírme, se inclinaba.
Había tenido los ojos azules.
Y yo, con una oscura y dirigida voluntad,
y una fe ciega – ciega-,
contaba exactamente aquellas gotas
con que le distríamos los ojos
blanquecinos y muertos
y muy fijos.
Mi abuelo no contaba cuentos.
Yo, sentado y muy quieto,
escuchaba con él las mismas ramas
violentadas desigualmente
por los inquietos gorriones.
A veces – cuántas veces-
en el otro lado del banco
una mujer y un hombre se estrechaban.
Si él se acercaba más,
la mujer le advertía.
El hombre, con un gesto, señalaba a mi abuelo
para tranquilizarla.
Era ciego.
Y ella, a mí.
Más tarde, entre los dos, una sonrisa.
Yo apretaba la manga
del abrigo del ciego,
que era gris, y era áspera, y me tapaba.
Y así algún tiempo…
«Hace frío, ¿nos vamos…?»
El hombre y la mujer se separaban,
cómplices de una espera
trémula y prometedora.
Mi abuelo, al levantarse,
tanteaba el respaldo del banco,
y acaso, torpemente,
rozaba aquella mano que abandonaba un punto
el hombro desprendido
de la temerosa muchacha.
Mi abuelo tocaba también
la tabla donde había estado
como si tuviera siempre miedo
de olvidar algo que nunca llevaba…
«¿Vamos…?»
La manga del abrigo estaba fría.
Yo escurría por ella la cabeza
para volver los ojos al banco
donde ya se juntaban
de nuevo las dos sombras…
«Sube un poco…», decía, mirando atrás.
Y luego: «Baja…», mirando atrás.
Y seguía mirando,
y me hundía mirando,
mientras pasábamos el Arco
que cobijaba a Cristo
y daba a nuestra calle.
Era como si la plaza se elevara
con aquellas cabezas
cortadas y fundidas…
«Es pecado, pecado», me decía.
Y mi abuelo: «¿Que pasa? Me vas a hacer caer»…
Mi abuelo estaba ciego y no miraba.
Colaboración poema con voz: María Teresa García-Nieto