Dikt Ya no tengo miedo
«Yo, siencioso, en un rincón
tenía miedo»
R. D.
No; ya no tengo miedo.
De noche,
algunas noches
hace mucho tiempo,
con miedo dentro de los ojos
y entre las manos encontradas solas,
y en los labios,
sin la oración de pronto,
sin el beso todavía,
creía ver vacíos gigantes
que avanzaban
y pasaban hundiéndome.
Y estar solo era peor
que temblar bajo la planta
de los que llegaban.
Era hace mucho tiempo;
quiero decir, ayer por la mañana,
no hoy por la tarde
en que, acaso,
se acaba mi jornada de hombre.
Entrar en la tempestad,
en el concierto,
acogerse a sagrado en la mano
del padre, mirar a la cintura
de la madre,
aún esbelta, caminar
daba miedo;
aunque era todo tan hermoso
en la propiedad de los otros
que pretender un pedazo
de actividad, de compañía,
era temeridad o sueño.
¿Con qué,
de qué armas echar mano,
cómo incorporarse a la fila
sin que se notara, escandalosa,
mi bisoña amargura,
mi incapacidad de llegar
a aquella marca mínima,
para tocar
el puesto ambicionado?
Fuera, las arboledas,
aunque sangrantes, pobladas,
florecidas, cerraban celosas
los innumerables caminos
al abridor inerme.
Era mejor quedarse sin entrar;
no pedir, no empezar nunca
a disputar,
a desalmarse amando;
era mejor quedarse allí
donde el vacilante susurro
de una preparada hojarasca,
tendida como cuna,
proporcionaba un poco de música
al tímido desamparado.
Pero ya no tengo miedo.
Aunque he salido, no tengo miedo;
aunque estoy en plena corriente,
con mi balsa medio hundida, y brillante
lúcida y desarticulada
por el furor del oleaje,
casi tocando el bajo fondo
de la arena sin nombre,
no tengo miedo,
o no tengo sentido del peligro
– sí, Dios mío, sí tengo -,
o la desesperanza
-¡qué extraño! – me sostiene.
He salido;
había que salir
y darle cara a esto
que llamamos luz;
había que encontrarse con el día
solemne de los tributarios,
de los procesionales,
y de los disciplinantes.
Y aquí estoy en el centro
con la palabra en los labios
como una flor mordida con descuido,
o como el portor en el trapecio
que sabe que de sus dientes
puede pender la vida
de alguien.
No; no es soberbia;
tú me lo has enseñado,
tú que humilde o poderoso,
no sé,
has vencido después de tener miedo,
has dado confianza a los hombres
en este destierro inaudito.
No tengo miedo, porque basta
una palabra para andar,
para rezar,
para unirse a Dios
o a los siervos;
una sola palabra pronunciada
con fe
ahuyenta la soledad
en el cuarto oscuro del niño,
en el cuarto oscuro del hombre,
en el cuarto oscuro del mundo.