Dikt Ii
El aire huele a devastación
y a vidrio. Bella corrosión del sentido
nasal, como mi voz; como el néctar que escapa del estambre
– y sin la tentación visual –
reina,
descolla y me corona como el gran testigo
de su polen: la sexualidad vegetal irrumpe
y no se ve
nada de Manhattan
llega hasta mí
la alerta insular, espina
de 1977 con mi pinga
dura contra el apagón bajo el pantalón,
huelo como los atardeceres de verano:
húmedos y untables, satinados por
y para mí
este ágape nocturno sin contornos
sin previo aviso, como si fallara el suministro de ergonomía social
y los transportes
y los teatros claudicaran
resignadamente ante la cancelación, el estupor
ajeno que contagia cómplice, al rato
– todos encogiéndose de hombros en el tren,
donde una mujer encontró fósforos
de cuando fumaba;
– todos arremolinándose contra bolsos y carteras
para no perder lo poco
y lo mucho, multitudes sin vocación
para el instinto, la sombra nos decreta
intrascendentes porque de todas las maneras visibles
posibles, le sobramos.