Dikt Ejercicios matinales
La palabra que se libera a sí misma se vuelve una pequeña abeja que pica a diestro y siniestro.
Si esa abeja se africaniza, se introduce el caos en el panal de las palabras.
De ahí el murmullo furioso de ciertas multitudes.
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Toda la filosofía de la vida se resume, nos guste o no, en una sola palabra: Esperar.
Un esperar en la medida humana de lo relativo. Porque el que no espera nada, ya no vive;
Y el que lo espera todo, tampoco.
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Una poesía sin intimidad carece de raíces.
Puede tener la vistosidad de un espejo o el resplandor de una luz de bengala,
Pero jamás tendrá la vitalidad inocente de un árbol.
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La poesía, como el aire, tiene el don de la ubicuidad.
Su existencia es inmemorial, su misterio es intangible.
Algunos ilusos, en todas las épocas, han pretendido guardarla en frascos,
Y ponerle viñetas, como si se tratara de una medicina o de un reconstituyente;
Pero la poesía nunca se ha dejado atrapar por mucho tiempo,
Y se ha escapado como lo que es: El afluvio supremo del espíritu.
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Al que odia o al que envidia se le nota en la cara.
Es posible que para guardar las apariencias indispensables el odiador
Y el envidioso aprendan una buena rutina de sonrisas y gestos amables.
Esa rutina la aplican con cuidado, para no delatarse, porque el odio y la envidia,
Cualesquiera sean sus razones o impulsos, son males que nadie confiesa,
Sufrimientos atroces que nadie quiere reconocer. La rutina del encubrimiento puede ser perfecta.
Pero el odiador y el envidioso también son humanos, y en algún momento bajan la guardia.
Si alguien está atento, y en el ángulo de observación conveniente,
Podrá ver cómo la falsa sonrisa se derrite, dejando ver los dientes, como una calavera;
Y cómo la mirada se convierte en un rayo seco, por el que fluye una lágrima de hiel.
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Andas buscando a la mujer de tus sueños en la inmensa plaza llena de gente que circula.
Sabes que está ahí, porque las luces de la tarde te lo anuncian.
Quieres clamar su nombre, pero temes que al menor ruido la plaza desaparezca como por encanto;
La plaza, y con ella la multitud, las luces maravillosas del crepúsculo, y tú mismo,
Y sólo quede, extraviada para siempre, la mujer de tus sueños.