Dikt Como una ensoñación de islas y pañuelos
No amanece siquiera.
Las musas me rondaron la almohada
haciéndome llegar como señuelo
el terrible calor de estos veranos.
Los ágiles mosquitos volaban sobre mí,
levantando su grito más allá de la carne.
Es el momento ahora de pensar,
de arriesgarse a traer,
inmutable y desnudo, el pensamiento.
Hace fresco a estas horas, el calor,
inevitablemente, se ha dormido,
nuestros círculos son totalmente contrarios.
Hace fresco y me vienen recuerdos a la mente,
me llegan, atrasadas, las imágenes
con sus fotografías de otros años.
Volveré a contarte.
De nuevo, mi palabra, vuelve a ser para ti.
Es el sólo motivo que no cambia
aunque me empeñe ahora en disfrazarlo.
Tú sabes que te enhebro, que te cuento pequeñas
historias que no tienen ningún valor ajeno
a esas párvulas joyas de la nada
que, a su tiempo, son todo.
Las diminutas barcas franqueaban
el azul de la mar; algunos días, ella,
era una balsa calma y en sus aguas
no se ocultaba el dulce color de la arenisca
que yacía en el fondo.
Yo tendría, entonces, veinte años
con esa geometría precisa de los cuerpos
que son como delfines, como juncos. La isla
era toda un cristal. Mujeres con sus trenzas
manchaban el paisaje con sus oscuros ojos,
Ibiza era un lagarto de cal y las higueras
levantaban sus brazos a la luz
moteando las trochas casi vírgenes.
Mi juvenil pañuelo
enmarcaba el asombro y de mi falda
emergían, desnudos, los delicados pies
que no hacían camino sino estelas
en el agua brillante de la dicha.
Había discotecas con perfume a pachuli,
cojines por el suelo
en medio de la música y el baile,
Pachá era el refugio de la noche
luego de visitar Tarántula, New Lola’s,
donde jamás entramos,
y verle los perfiles a la tarde
a través de las calas. Acantilados eran
mis ojos desbordándose en aquello.
Cuánto hubiera yo dado por saberte,
por que tú hubieras sido de algodón
junto a mi mano y flores
me hubieras ofrecido en aquellos rastrillos,
debajo de los arcos,
donde había bohemios que vendían al aire
cinturones y el viejo Jimi Hendrix
brotaba de los discos y las voces
Cuánto hubiera yo dado, en la barquita
que me llevó a la luz de Formentera
y me mostró los peces que duermen en su orilla.
Pero aún no era tiempo,
yo estaba horneando todo mi sueño a brasa.
Estaba levantando mi pecho y mi cintura.
Estaba conservando mi piel para escribirte
estas pequeñas cartas,
inventando tu nombre y la costumbre
de llevarte conmigo,
como se lleva siempre el corazón
o el cabello, inventando
la dulce sensación de que me escuches
a media noche, ahora,
mientras duermes tranquilo
y yo vuelvo despacio hasta la cima
de aquellos veinte años y te dejo
esas flores antiguas que adornan hoy mi insomnio.