Dikt El collar de la paloma
¿Quién es el vencedor?, ¿quién el vencido?
En el amor no vence nadie. El hombre
no vence en el amor. El amor vence
sin nadie, sobre nadie. Es el olvido
quien pisa su coraza luminosa
un día, y luego sombra, y luego nada…
Yo no fui el vencedor. De aquel Toledo
no queda nada ya, ni de aquel niño.
El barro aquél, la tarde aquella, el tiempo
no eran verdad. La niña rubia, arriba,
no era verdad. Yo soy la leyenda
que permanece en la penumbra, y duda.
Y nadie sabe. Y no existió Galiana,
ni el oro enfrente o la muchacha en brazos
de los balcones. Y la mano escribe
sobre otra mano pálida y distante
que se perdió en la turbiedad del río…
Aquí está aquella Puerta de Bisagra,
y el dintél, y los arcos de herradura,
la fila de troneras, las almenas
donde el azul se vuelve gris y plomo;
el Cristo de la Luz, las califales
cúpulas diferentes; la mezquita
de El Salvador, la piedra y el ladrillo;
las Tornerías y los Baños árabes;
los saledizos rojos de Santiago
del Arrabal, el Cristo de la Vega
y el cementerio musulmán; las aves
negras en el campo de oro del Corral
de Don Diego, sus muros esmerados;
las filigranas de las yeserias
con el nombre de Alá multiplicándose.
Y Galiana, y su ruina, y su memoria…
Pero te busco y tú no estás, Galiana.
Nunca fuiste. Ni yo soy. Ni mi triunfo
sirvió de nada.
Dicen que vencido
fue mi rival, y que tu mano dulce
fue el premio de mi audacia y de mi robo,
y de mi guerra y de mi duelo. Es cierto.
Es cierto: de mi duelo, sí, del duende
que me persigue, de la queja insomne
que corre, peregrina, por el río
y entristece a Toledo y lo rodea.
Eso sí permanece: la escritura
en el oído atento, el alarido
inacabable, prolongado, el fondo
de Dios que el amor tiene, y esas manos
tendidas hacia el agua que extremadas
fueron su gozosa regalía.
A veces la palabra es el silencio,
la maldición, la calma sobre el bosque;
y la huida en el mar encadenado,
y el vaso, la mortal forma de agua.
No alcanza ya el amor quien ha tenido
el amor, y al amor aquel se vuelven
los amarillos besos, y los labios
con memoria amarilla en su marchita
rosa amarilla que la edad deshace…
¿Te llamabas Galiana? ¿Se llamaba
Galiana aquella dama que corría
entre las clases por el sol del patio
y rompía las cuestas de Toledo
y abría el trigo por los cobertizos?
¿Quién es el vencedor? Y me pregunto,
el vencido ¿ quién es? ¿Tú, que en la noche
gritas por el amor que yo he olvidado?
¿Tú, olvido mismo, que te enseñoreas
en esta soledad abandonada
que yo he buscado a espaldas de los dioses?
¿O esos hombros que esquivan la belleza
a esa otra mano a la que pertenecen?
(Sobre el hombro derecho se leía:
«Estoy hecha por Dios para la gloria»)
Ya no se va tu santo al cielo; el río
espera inutilmente aquellos peces
rojos, precipitados, del verano:
espera al niño que endulzó la tierra
con su propio sabor. Y su albedrío
bastaba a la esperanza y al deseo.
¿O soy yo el vencedor? Los vencedores
apiñan sus trofeos, sudorosos.
No duermen. Les desvelan los laureles.
Miran en torno y están solos. Lloran
con las manos vacías de victoría,
con el hastío en las mejillas pálidas.
Los vencedores, los supervivientes,
en su torre de luz encarcelados
muestran las indelebles cicatrices
del arma moribunda, del acero
del contrario, que brilla en la alta luna
desde los ojos de su calavera.
Abren el memorial de los desastres,
las atalayas que mantiene el viento
y las arboladuras sobre el casco
del barco, destrozadas y solemnes.
Pero los señalados aún insisten:
aman sobre el amor de una mortaja
y otra mortaja. Los resucitados,
frenéticos, son muertos y lo saben.
La mano inconcebible de la nieve,
la mano diminuta del rocío,
la mano paulatina de la lluvia,
y el trueno con su voz indescifrable,
y el beso del relámpago, furtivo,
y del sol extremado, extenuante,
y el de la estrella más allá del éxtasis…
Todos son signos del amor, Galiana,
sobre el osario de los torreones,
todo labios mojados, resbaladas
gotas que la deshecha piedra absorbe.
Ya no sé dónde estaba la escalera;
no hay apoyo en la tierra ni en el cielo
para llegar a ese peldaño último
donde un cuerpo de luz y otro de sombra
inventan la armonía estrmeciéndose.
Un desterrado es el amante, y tierra
la lejana mentira de su patria.
El vencedor se mira y no conoce
el barro aquel, la tarde aquella, el niño
aquel, la piel espléndida y dorada
y el sufriente silencio esperanzado.
Amar después fue comprobar el hueco
de un pozo, y un abismo, y una soga
en el cuello viviente y estrechado.
Pudo más el vencido en su agonía;
murió de amor diciéndolo, gritándolo,
y el grito permanece sobre el tiempo.
Es verdad la leyenda, y es mentira
la sucesión amante de las noches
y el canto repetido del que ama.
Es verdad la leyenda, el alarido
de un dios que desafía a Dios quejándose.
Sube el grito a las calles de Toledo;
vuelve a bajar al río y nunca cesa.
Ahora se acerca, navegado y cómplice,
vengador y rehén y testimonio.
El perdedor es un adelantado
de su propio final.
Y yo soy otro.
Soy el vencido, el que termina amando
la soledad de todos los silencios.
Las aves humilladas son más altas
que nunca, se tropiezan, se deshacen,
se arrastran como dioses que regresan.
Y aquella voz, Galiana, que es el río,
la ronca voz del río interminable,
está sonando en mí y entre los besos
que no me pertenecen y me envuelven.
Choca en el arrecife de los astros,
desprendidos de las constelaciones,
El mascarón de proa es tu desnudo.
(La voz de la paloma en el boscaje
repite su canción de rama en rama).
En las cuadernas suenan nuestros huesos.
Mis olas te acarician sobre el mar.
Galiana, amor, Galianas mías, mías,
y de la muerte ya por vencedoras.