Dikt Oda a una pelotari
«Cuatro palomas
vuelan y tornan,
llevan heridas
sus cuatro sombras»
F. García Lorca.
Donde no se podía llegar,
donde el cuarto no podía abrir sus puertas tentadoras,
ante el fondo mismo del mar donde los ojos eran más tierra que nunca,
más allá de la levísima trama
que encarcelaba – Tántalo – la tierra prometida,
cuatro sombras, no sombras, cuatro cuerpos sin ella,
poseen río, brillo, ciudad, puente,
cruzan con vigilada avidez
la delirante selva.
Son cuatro claridades dos a dos distinguidas,
porque allí donde el cuerpo se quiebra,
donde el giro de la carne cobrará su más improvisada armonía,
en las cuatro cinturas donde la gracia nace,
una cinta de sangre o una cinta azulada
hay.
Ya suena el mar;
afuera suena el torvo huracán que aventura;
tentáculos y gritos tiene el mar,
cruzados intereses, encontradas direcciones,
cifras que se repiten y en el aire se ahogan,
gargantas llameantes que se afanan y apagan de pronto,
ojos de turbadora avaricia,
lenguas que la sal de la impaciencia reseca, algas de nervios,
mejillas de calcárea palidez temerosa,
medusas de cabellos que se mueven,
tiene el mar.
Mientras, dentro, las manos van probando el puño de la espada,
las cuatro espadas iguales;
las cuatro guitarras que sólo el verdor podrá distinguir en su hachazo,
las cuatro guitarras iguales,
las cuatro lanzas por donde el corazón extenderá su sobresalto,
las cuatro banderas que van a ondear enloquecidas,
los cuatro espejos que se pasarán un rayo de luz fulgurante,
las cuatro redes prontas a atrapar la durísima y veloz mariposa.
Van prolongando el brazo delicado,
van haciéndose brazo, mano,
allí en el final donde el destino no puede hablar por líneas
porque las cuerdas se cruzan en un enigma equidistante.
Ya es la hora. ¡Cuidado!
Fácil parece el viento y despejado el bosque.
Marioneta que cien ojos quisieran mover con su ahilada pupila,
balanza que un acuciante juego de contrarios sitúa en mágico equilibrio,
reina observada por un bullente avispero,
tú, blanca y olvidada de la mujer que conduces,
preparando cada uno de tus tiempos, cada uno de tus músculos,
cada uno de tus árboles de sangre,
dueña ya de otra gracia que no es esa que llevas por los días,
esa con la que andas, o besas, o acaso te tiendes en la noche,
parecida de pronto al pez, al bruto, al ángel exterminador,
lanzas -¿de dónde a dónde, davídica querrera?- tu piedra única
ante el gigantesco claro de luna.
Y ya no descansan los ojos
porque quieren taladrar para ver más la nada misma del espacio:
ya el pecho no descansa porque ha de ajustar su marea
a la réplica justa, aunque el ejercicio de vivir
-de respirar he dicho-
sea postergado al golpe inminente del pulso enfebrecido.
Y ya no descansa el brazo en el puño de la espada,
en el astil de la lanza, en el mango del espejo,
batiendo, alanceando, reflejando;
siervo de la implacable esfera diminuta
que se deja oir entre los gritos
como una gota de agua de sonido inmortal.
Y es ahora un corazón latiendo incesante,
y como, fuera, preguntan las voces,
el corazón contesta – estaba contestando – desde el tiempo.
Entre cuatro mandáis su tac-tac de sonámbulo;
entre cuatro nevadas, un balazo en el bosque;
entre cuatro caballos, un sólo latigazo;
entre cuatro naufragios, una sola burbuja;
entre cuatro silencios, una sílaba sólo
entre cuatro Dianas tirando enfurecidas,
el fénix que levanta su vuelo en cada muerte.
A veces un encuentro sordo, un grito metálico,
y el ave cae a plomo llorando el desacierto.
Pero no es el águila herida la que sangra:
son vuestros cazadores y núbiles discursos,
son vuestras cuatro sombras que, heridas, vuelan, tornan;
eres tú a quien deseo como a un ascua de efímero reinado,
tú, que no volverás a repetir jamás, ni en elamor,
ni siquiera ante la muerte,
ese miedo anhelante de acorralada cebra
que, de pronto, en sí misma se crece como un estandarte
apoyado en el viento de la batalla.
Eres tú herida, sí, mortalmente tocada;
tú, volviendo abatadida ahora con los ojos en la arena de la lucha,
tal un guerrero desarmado,
acercando la rosa de tu mano a la barricada inmensa
como buscando la mano paralela que te alce del suelo de derrota.
O cuando la estrella, desenfrenada, traza
esa órbita mágica que le ha dado tu brazo en la noche de oro,
cuando nadie, sino tú de nuevo
puede recoger la difícil fruta del cercado,
tú eres quien me mueve,
tú que apenas consigues mitigar la fuente del cabello,
tú que, de puntillas en tus ojos brilladores,
escuchas sin mirar a la gente de tierra
y recuerdas – tan cerca – el borbotón de gracia que acabas de crear,
y adivinas tu estatura sin techos por el triunfo,
y sabes que eres bella, más bella que tú misma, en las miradas.
Canto por no alcanzarte,
canto por las cadenas que a mi cuello pusiste,
por ese libro – búscalo – donde estarán escritos tus caminos de lava,
por todo el tiempo antiguo que has sabido poblar de trayectorias
que ya nadie recuerda,
como el agua que estará andando ahora por una subterránea soledad,
como el metal que desde siglos enriquece la sombra,
como el jaguar que apresurado sublevó la quietud de la selva,
como la hoja rozada por su piel de relámpago,
moviéndose, meciéndose sin que nadie la viera.
Colaboración poema con voz: María Teresa García-Nieto