Dikt A mi padre
Ahora que el papa ha definido,
Con precisión de viajero teológico,
Que el infierno y el cielo no tienen geografía,
¿dónde ubicar los muertos?
Al menos, los católicos.
Será conveniente, por si acaso,
Revisar también las expresiones:
El más allá, que en tiempos ya aludía
A una lejana vaguedad difusa,
Debería cambiarse por el aquí-aún
Que será siempre en la proximidad de la memoria
Y nunca más cuando el recuerdo acabe.
Un muerto ahora podrá acompañarnos
Como el crujido de un sillón de mimbre,
El rastro intenso que deja una loción de afeitar,
(casi modernamente puede llamarse after shave)
El raudo deslizarse de unas zapatillas,
O un apretón de manos poderoso,
Cuyo destino era ser caricia.
Alguno de estos rasgos,
Que he presentado voluntariamente
De forma genérica,
Puede, a veces, dibujar en escorzo
El perfil vivo de mi padre.
Pero su vida y su vinculación conmigo
Son harina de un saco de emociones
Que, sin duda, no van a caber en este poema.
Tú fuiste, junto a la bisabuela humilde y sufrida,
Cargada de llagas que ella transformaba
En amuletos mágicos
Ante los niños embobados que la escuchábamos,
Quien me contó los primeros cuentos.
Tú apenas fuiste a la escuela:
Con un maestro de los de antes,
De aquellos pioneros de la deforestación,
Que gastaban más varas de olivo que libros
Porque el escozor del golpe tiene una ventaja:
Hacer que no se olvide,
Si no lo que se aprende,
Al menos sí lo que se recibe.
A pesar de tu escasa formación
Y de tu palabra balbuciente,
Te sabías todos los relatos de la huerta,
(también los inventabas)
Y nunca traicionaste ni en un solo detalle
-pese a los muchos años transcurridos –
a los autores que leíste:
Víctor Hugo y Blasco Ibáñez, sobre todo.
Tus hombros conocieron el peso de las aclamaciones
Y de la muerte
Del novelista que tenía por féretro
Uno de sus libros proféticos:
Los muertos mandan.
A pesar de la guerra,
De la que audazmente desertaste,
Y la desgracia, a la que parecías abonado,
Y de las enfermedades de los últimos tiempos,
Nunca, nadie, ni nada,
Pudo quitarte el sueño,
(que te podía asaltar, incluso, de pie)
Las ganas de vivir y el amor al trabajo.
Tres atributos míticos jalonaron tu vida:
El fuego de Hefesto,
Más modesto e higiénico,
Indispensable en la fabricación del jabón)
La velocidad de Aquiles
(quien, a juzgar por la Iliada,
No parece que corriera mucho:
Incluso Héctor o su miedo fueron más rápidos)
Tu marcha, en cambio, rebasaba
La de los carros y los tranvías.
Y el gozo natatorio de Poseidón:
La espuma final de tus días conscientes.
Tú que, te avenías mal con las voces esdrújulas,
Y que, en bastantes ocasiones hacías llanas,
Nos has dejado a todos
Huérfanos y desérticos,
Íngrimos…
Hoy te siento muy próximo,
Fundido con los pájaros y el céfiro,
Y este vértigo verde del Mediterráneo.