Dikt Don manuel, el patriarca
Ognuno sta solo sul
Cuor della terra…
S. Quasimodo
Nació en España. Vino al Nuevo Mundo
Con sus padres, severos castellanos,
Siendo apenas un niño. Una leyenda
De oscuros infortunios y naufragios
Envuelve la memoria de esos padres
De los que sólo quedan dos retratos:
Él, con cerrada barba, de levita;
Ella, de luto, en las monjiles manos
Sosteniendo, devota, un libro negro
Del que cuelgan las cuentas de un rosario.
Nunca el patriarca evoca los recuerdos
De aquella travesía del Atlántico,
Ni del arduo triunfo en tierra extraña,
Que hubo de hacer un opulento indiano
De su padre difunto. Nunca evoca
El alto caserón de vastos patios
En que vivió su adolescencia, y nunca
Las dichas y desdichas de esos años.
¿Qué sucedió en su mocedad lejana?
¿Cómo vino la quiebra, el desamparo?
¿Qué fue de aquel señor de barba oscura
Que se yergue, severo, en el retrato,
Conquistador de una opulencia efímera
En un rincón del Sur americano?
Don Manuel, el patriarca, siendo joven,
Y padre ya – para sus tres hermanos –
Abandonó la Tierra Prometida
Y vino al Paraguay. Con su trabajo
Se abrió camino y prosperó. Su casa
Vasta y feliz, con emparrados patios,
Se llenó de la risa de los niños
Y de la algarabía de los pájaros.
¡Qué misterioso, pienso hoy, ha sido,
Aquel tío Manuel, de rostro santo,
Que vivió en tres países tantas vidas
Y parecía no tener pasado!
Fue su vivir, vivir día tras día
El drama de sucesos cotidianos:
Los pequeños problemas y los graves,
Con un valor tranquilo y resignado
Tuvo un negocio grande y bien nutrido,
El mejor de la villa en muchos años.
Muchedumbres llenaban esa tienda,
De la villa, y de pueblos comarcanos.
Fue próspero y feliz. Todas las tardes,
Tras el bronco tumulto del trabajo,
Él podaba su parra o sus rosales,
O paseaba por su inmenso patio.
Su mujer y sus hijos y sus clientes,
-los ricos y los pobres-; sus criados;
Sus múltiples ahijados y compadres
Lo querían. Él era un hombre honrado,
Un varón casi mítico: el patriarca.
En su huerta crecieron los manzanos,
Las higueras y nísperos. Los frutos
De su huerta no fueron nunca ácidos.
En su ubérrima parra los racimos
Fueron la miel de todos los veranos.
Sólo antes de su muerte, un mediodía,
Habló de su niñez, triste y nostálgico.
Habló del viejo caserón perdido,
Y sus ojos profundos se nublaron.
Se vio en el Sur en florecido huerto,
Vio a su remoto padre castellano
Con su barba cerrada; vio a su madre
Desgranando las cuentas del rosario…
Y acaso vio también el oleaje
Brillante de promesas, del Atlántico.