Dikt En la tumba de keats
Cementerio de protestantes
«Aquí yace Adonais. Su nombre
estaba
escrito
sobre el agua».
Ni una flor, ni un poema,
ni una oración hablada…
Yo te traería
una muchacha
que he visto
esta mañana.
Se cubría con un sombrero
de paja
rodeado por una cinta
encarnada.
Tenía los brazos redondos
y la piel muy blanca;
parecía una columna cubierta
de telas agitadas;
era un enigma
para mí;
una catacumba cerrada,
una remota noticia del amor,
el mismo amor recuperando sus alas.
Se movían sus hombros, sus caderas,
porque sonaban
las cuerdas melancólicas
de una guitarra.
Ella no sabía
que estaba
al lado de la que fue
tu casa…
Te la traería ahora
para
que
pasara
un momento
junto a esta lápida
y
rozara
tu frío con la tibieza
de su falda.
Te prometo
que iré a buscarla.
Es posible que ella se asuste
-«los viejos y Susana» –
como una corza
sobresaltada,
o que acaso me siga, vagarosa
como un pálido fantasma.
Estará como siempre,
eternamente sentada
en la Barbaccia
de la
Plaza
de
España.
Indiferente
y descuidada,
no se sabe un misterio
ni una rosa que estalla;
no sabe que es una evidencia de vida
indeleble y arrebatada,
como tú eres el verso que no borrará nunca
la arena de ninguna playa…
«Sonríe el blando cielo, el leve viento
susurra, dulce: Es Adonais que llama»
Adonais, Adonais,
reja trenzada,
laberinto que a sí mismo
se engaña, súbita revelación
enterrada,
verso que en lo oscuro se tiende,
urna de oro sacra,
y en esa urna, ceniza
delicada.
Aquí yaces entre silencios,
mudo ya como una campana
descendida
de su espadaña
que un día volteó entre las cigüeñas
de nieve amanecida y desplegada.
Corazón sorprendido en un sueño,
labios en el barro y garganta
implacablemente segada.
¿Qué haces entre otros muertos?,
¿cómo respondes a quién te lama…?
La pirámide Cestio
señala
un cielo gris, ahora
con una nube malva.
He pasado la puerta de San Pablo,
cerca de la muralla.
El monte Testacio
se elevaba
sobre los vasos rotos
y los restos de las ánforas.
Minerales brazos,
asas,
cuellos, bocas hundidas,
acalladas,
que nunca tuvieron
el don de la palabra…
El cementerio de los Protestantes
es como una bandera verde y blanca
– hierba tierna y sol húmedo
entre las lagartijas rápidas -.
Nadie en la tarde
me acompaña.
Hay que aprender a estar solo y muerto
definitivamente hasta
el final de los siglos de los siglos.
(Y aquí mismo, la aljaba
de amor tuvo sus flechas
preparadas,
aquí donde la vida todavía
es una imitación de la esperanza).
Hay que morirse de cualquier manera
cada mañana…
Ella estará allí todavía,
sentada,
dejándose mirar como
si tú la miraras;
allí, quieta y ausente
como una sirena anclada;
sin pensar
en nada,
inexpugnable y hermosa,
y caiga
el que
caiga;
dejando su mano
abandonada
para que sus dedos sean
acariciados por el agua
que intenta copiar
tu ventana
en la
barbaccia
de la
Plaza
de
España.